PARTE 4.-
Pero allí estaba el ángel
de la guarda de cien pueblos revestido de las formas de un joven; el ángel de la
guarda armado con la espada de América y una mecha prendida con el fuego del
Empíreo.
Una
detonación inmensa, un mar de negro humo que se dilata por el espacio, en
seguida silencio pavoroso: la patria está salvada.
¿Adónde
volaron tus miembros, mancebo generoso?
Si
fuera dable suponer que los que desaparecen del mundo, sin dejar rastro de su
cuerpo son llevados al cielo en figura de hombre, yo pensaría que tus huesos no
yacen en la tierra, ni las cenizas de tus carnes se han mezclado con el polvo
profano.
Quemado,
ennegrecido, sin ojos en el rostro, sin cabello en la cabeza, todavía me
hubieras, parecido hermoso, y al contemplar ese tizón sagrado, mis: lágrimas
hubieran corrido de admiración y gratitud antes que de dolor; los grandes
hechos, las obras donde la valentía y la nobleza concurren desmedidamente, no
causan pesadumbre, aun cuando traigan consigo una gran desgracia; conmueven,
exaltan el espíritu, maravillan, y al paso que sentimos la pérdida de un hombre
extraordinario, experimentamos satisfacción misteriosa de que la especie humana
le hubiese contenido, y de que se hubiese dado a conocer con muerte sublime.
Ricaurte, hombre grande en tu pequeñez,
ilustre en tu obscuridad, no eres pequeño ni obscuro desde que te sacrificaste
por la libertad de la raza que tiene a gloria el haber producido hijo como tú.
¿Por
qué Escévola sería más admirable?
¿Por
qué su fama revierte en el mundo, y tu nombre no lo sabemos sino los que te
amamos?
La
grandeza de Escévola está en la grandeza de Roma: no es mucho que el renombre
de sus héroes, creciendo al influjo de los tiempos, sea mayor que los de un
pueblo salido apenas de la cuna.
La esencia de las cosas es que el antiguo puso
la mano en el fuego, por aterrar al enemigo con la firmeza del alma romana; el
de nuestra edad se entregó a las llamas todo entero por salvar la patria.
Quedan
en favor de Escévola los más de veinte siglos que acrisolan su fama y refinan
su gloria; y en el de Ricaurte la trompa del porvenir, que sonará estupenda si
el Nuevo Mundo da algún día un Tito Livio.
Sorprendido,
asombrado, aterrado, manda Boves tocar a retirada, y el campo queda por los
libres.
¡Qué acciones!
¡Qué guerra!
La
suerte de las armas libertadoras fue varia por mucho tiempo en Venezuela: ora
triunfante, ora vencido; ora al frente de sus conmilitones, ora refugiado en
medio de los mares, Bolívar no vivía sino para la emancipación de su patria,
llamando así la vasta porción de hombres que puebla el país de Sur América.
Eran
sus capitanes muy para vencer en el combate; poner la victoria al servicio de
la República, él solamente.
Así
fue que entre subvertir el orden, no obedecer las de la cabeza principal, y
hacerse proclamar primeros y segundos en el mando, muchas veces lo estragaban
todo, y tal hubo en que la causa de la libertad se vio del todo perdida.
Conquistada Venezuela por la célebre
expedición de la Nueva Granada, tan grande obra se vino abajo, y a un pecador
de bajo suelo se vio señorear insolentemente la parte más heroica de la futura
Colombia.
Pero
Bolívar no había muerto, y en él vivía la República, según dijo un hombre ilustre de ese tiempo, hombre de esos
cuya mirada es larga y profunda, y ven el triunfo atrás de la derrota, la
gloria atrás de la desgracia; suerte de profetas, que a fuerza de penetración y
fe leen el porvenir y animen a sus contemporáneos con las sentencias favorables
que descubren en su seno obscuro.
Boves
el león ya no existía; Morales el tigre quedó heredado con su prestigio y su
poder, triunfando por casualidad, hombre como, era de inteligencia escasa en
valor no muy feliz.
Y
sobre esto Morillo se venía por esos mares tronando y relampagueando, con
propósito firme de asegurar por media de la sangre doscientos años más de
servidumbre.
Imposibles muchas veces las cosas que parecen
más fáciles y prontas, y burladas las disposiciones de la tiranía.
El que sin combatir andaba cual vencedor, soberbiando
como un águila, se volvió con menos tono, cuando don Simón le hubo enseñado can
la mano la vuelta de su casa.
¿Qué hizo el teniente general de los quince
mil valerosos españoles que trajo consigo, y de esos elementos sobrados para
conquistar un mundo?
¡Quintilio Varo,
vuélveme mis legiones! pudiera haber exclamado el que le envió, dándose de
calabazadas contra las puertas de su alcázar.
Victorias, no,
riquezas para el caudillo; laureles no, títulos inmerecidos fueron el fruto de
esa aventura, vergonzosa por lo que tuvo de inhábil; desastrosa para España,
por la gente y los caudales que en ella se habían invertido.
Expedición
formidable por el número y la calidad: de oficiales, de soldados, de recursos,
lo mejor; y con tener seguro el buen éxito, fue desbaratada y vencida por el
genio de Bolívar y el valor de sus compañeros de armas.
Cuéntase
que don Pablo, reconvenida confidencialmente por Fernando VII, contestó de esta
manera: «Deme vuestra majestad cien mil llaneros, y me paseo triunfante por la
Europa a nombre del rey de España».
Los
llaneros, los enemigos de la república, eran ya republicanos; los contrarios de
Bolívar eran ya sus soldados.
Boves, el mago que los hechizara, había
descendido a las tinieblas, al tiempo que se levantaba en sus corazones su
verdadero dios, ese a quien amaron y obedecieron ciegos, Páez, rey de los
Llanos, Genio del Apure.
Este combatía por la patria, la patria era la buena
causa para los llaneros: verdad que Morillo y los expedicionarios habían tenido
por su parte el cuidado de ponerles manifiesta con la ingratitud y el
menosprecio.
Para arrastrarlos
contra sus hermanos habían además los españoles recurrido al sortilegio de la
religión, y con el Cristo por delante los obligaban a empuñar la lanza
fratricida.
Un
terremoto, en manos de un predicador popular es arma formidable, dice Gibbon.
Sí,
por lo que tiene de divina; pero contra el brazo de la libertad nada pueden los
rayos de la Iglesia.
¿Y
acaso la destrucción de Caracas habrá sido obra de Dios, el cual se recostaba
al lado de los opresores?
Él envía el ángel exterminador al campo de los
amonitas, no combate por los tiranos.
El
terremoto de Caracas fue, con todo, golpe mortal para la república, no
solamente a causa de la ruina de ese hogar de fuego sagrado, sino también por
los sentimientos adversos a la patria que los sacerdotes infundieron en el
ánimo de los simples e ingenuos moradores de los campos.
El
cielo había hecho esa grave demostración, lo cual era condenar las armas de los
enemigos del rey.
¡Oh
hombres!
¿Hasta
cuándo confiaréis al Todopoderoso el éxito de vuestros crímenes?
El
quiere la servidumbre de los pueblos; él se deleita con el retiñido de las
cadenas; él goza en la tiranía de los déspotas; él pide sangre; él desea ver
hambreadas, desnudos a los pobres; él impone la ignorancia; su reino, las
tinieblas; él envía terremotos, langostas, pestes en favor de unos y en contra
de otros. Pues si vuestro Dios hace todo esto, vuestro Dios es Molok, y no el
puro y manso, el justo y misericordioso que nos envió a su hijo a redimirnos.
Una
vez que los americanos dejaron de creer en las andróminas de la mala fe y en
las chapucerías del fanatismo, todos abrazaron con ardor nunca sobrado la causa
de la patria, y los llaneros sus más fieles y eficaces servidores.
Dios
poderoso, y cuáles eran sus acciones en la guerra!
Las
Queseras del Medio están asentadas en el memorial de las venganzas que nunca
han de satisfacer los españoles; esa jornada terrible donde ciento cincuenta
hombres de a caballo acometen a un ejército, le acuchillan, le despedazan, le
aturden, le trabucan y le ponen en retirada nada menos que vergonzosa.
Morillo dio cuenta de este suceso al rey, y no
pudo el orgullo tanto con él que no dejase entrever su admiración, si bien
procurando disminuir el mérito de los americanos con ciertas infidelidades a la
verdad.
Ciento
cincuenta hombres le parecían de hecho número harto menguado para haber dado
tanto en qué merecer a un general de su reputación con tropas tales como las
suyas.
Y
no fue esta la única desgracia del propio género, pues cuando la derrota no
fuese declarada, no pocas veces los invictos españoles se alejaron más que de
paso de esos buenos criollos, el vibrar de cuya lanza veían hasta en sueños.
Bárbaros,
rústicos y desatinados; seres hiperbóreos sin conocimiento de la guerra ni
valor de buena ley, en ocasiones; en otras, gigantes desemejables, jayanes
desaforados que se ven la cara en el mar como Polifemo, y no hacen sino un
bocado de cada uno de los hominicacos de Europa.
Pues
si para con los hijos del Nuevo Mundo eran unos braguillas, ¿cómo pretendían,
con el yelmo de Mambrino y el lanzón, domar y dominar a estos Pandafilandos de
la fosca vista?
La
gente era emitida, y en siendo ir contra los españoles, llanos las cuestas para
esos recién nacidos a la libertad y viejos ya en el combatir por ella.
Su
lanza y su caballo, no más el indómito llanero: pan, Dios le dé; jamás hace
mochila: sueño, según que lo consiente el negocio de la guerra; el amor a la
patria suple por todo.
En cuanto al brío y el poder del brazo, no hay
pecho que resista un bote de esa arma pavorosa, si viene armado a prueba de
pistola; un jeme asoma por la espalda brillando entre hilos de sangre esa hoja
que parece lengua de serpiente gigantesca, por lo sutil, por lo sediento.
Si
los soldados eran tales, ¿cuáles debían ser los capitanes?
Páez
era hombre de llamar a Júpiter a singular combate; y en llevando lo peor,
hubiera espantado con sus alaridos de despecho al Orinoco, bien como Áyax hacía
temblar el Escamandro con sus lamentaciones.
Bermúdez,
atrevido, turbulento, sedicioso; en la batalla, Rodrigo Díaz de Vivar.
Mariño,
amigo del mando a todo trance, pero
valiente y esforzado: su orgullo tan superior, que quería prevalecer sobre
Bolívar.
Ribas,
un león.
Valdés,
gran general.
Piar,
sin la insolencia, lo mejor del ejército.
Cedeño,
el valor casado con la subordinación.
Urdaneta,
ah, Urdaneta, el más fiel, constante y poderoso amigo de la república y su
caudillo.
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