viernes, 4 de mayo de 2012


 PARTE 4.-

 Pero allí estaba el ángel de la guarda de cien pueblos revestido de las formas de un joven; el ángel de la guarda armado con la espada de América y una mecha prendida con el fuego del Empíreo.
Una detonación inmensa, un mar de negro humo que se dilata por el espacio, en seguida silencio pavoroso: la patria está salvada.
¿Adónde volaron tus miembros, mancebo generoso?
Si fuera dable suponer que los que desaparecen del mundo, sin dejar rastro de su cuerpo son llevados al cielo en figura de hombre, yo pensaría que tus huesos no yacen en la tierra, ni las cenizas de tus carnes se han mezclado con el polvo profano.
Quemado, ennegrecido, sin ojos en el rostro, sin cabello en la cabeza, todavía me hubieras, parecido hermoso, y al contemplar ese tizón sagrado, mis: lágrimas hubieran corrido de admiración y gratitud antes que de dolor; los grandes hechos, las obras donde la valentía y la nobleza concurren desmedidamente, no causan pesadumbre, aun cuando traigan consigo una gran desgracia; conmueven, exaltan el espíritu, maravillan, y al paso que sentimos la pérdida de un hombre extraordinario, experimentamos satisfacción misteriosa de que la especie humana le hubiese contenido, y de que se hubiese dado a conocer con muerte sublime.
 Ricaurte, hombre grande en tu pequeñez, ilustre en tu obscuridad, no eres pequeño ni obscuro desde que te sacrificaste por la libertad de la raza que tiene a gloria el haber producido hijo como tú.
¿Por qué Escévola sería más admirable?
¿Por qué su fama revierte en el mundo, y tu nombre no lo sabemos sino los que te amamos?
La grandeza de Escévola está en la grandeza de Roma: no es mucho que el renombre de sus héroes, creciendo al influjo de los tiempos, sea mayor que los de un pueblo salido apenas de la cuna.
 La esencia de las cosas es que el antiguo puso la mano en el fuego, por aterrar al enemigo con la firmeza del alma romana; el de nuestra edad se entregó a las llamas todo entero por salvar la patria.
Quedan en favor de Escévola los más de veinte siglos que acrisolan su fama y refinan su gloria; y en el de Ricaurte la trompa del porvenir, que sonará estupenda si el Nuevo Mundo da algún día un Tito Livio.
Sorprendido, asombrado, aterrado, manda Boves tocar a retirada, y el campo queda por los libres.
 ¡Qué acciones!
 ¡Qué guerra!
La suerte de las armas libertadoras fue varia por mucho tiempo en Venezuela: ora triunfante, ora vencido; ora al frente de sus conmilitones, ora refugiado en medio de los mares, Bolívar no vivía sino para la emancipación de su patria, llamando así la vasta porción de hombres que puebla el país de Sur América.
Eran sus capitanes muy para vencer en el combate; poner la victoria al servicio de la República, él solamente.
Así fue que entre subvertir el orden, no obedecer las de la cabeza principal, y hacerse proclamar primeros y segundos en el mando, muchas veces lo estragaban todo, y tal hubo en que la causa de la libertad se vio del todo perdida.
 Conquistada Venezuela por la célebre expedición de la Nueva Granada, tan grande obra se vino abajo, y a un pecador de bajo suelo se vio señorear insolentemente la parte más heroica de la futura Colombia.
Pero Bolívar no había muerto, y en él vivía la República, según dijo un   hombre ilustre de ese tiempo, hombre de esos cuya mirada es larga y profunda, y ven el triunfo atrás de la derrota, la gloria atrás de la desgracia; suerte de profetas, que a fuerza de penetración y fe leen el porvenir y animen a sus contemporáneos con las sentencias favorables que descubren en su seno obscuro.
Boves el león ya no existía; Morales el tigre quedó heredado con su prestigio y su poder, triunfando por casualidad, hombre como, era de inteligencia escasa en valor no muy feliz.
Y sobre esto Morillo se venía por esos mares tronando y relampagueando, con propósito firme de asegurar por media de la sangre doscientos años más de servidumbre.
 Imposibles muchas veces las cosas que parecen más fáciles y prontas, y burladas las disposiciones de la tiranía.




El que sin combatir andaba cual vencedor, soberbiando como un águila, se volvió con menos tono, cuando don Simón le hubo enseñado can la mano la vuelta de su casa.
 ¿Qué hizo el teniente general de los quince mil valerosos españoles que trajo consigo, y de esos elementos sobrados para conquistar un mundo?
¡Quintilio Varo, vuélveme mis legiones! pudiera haber exclamado el que le envió, dándose de calabazadas contra las puertas de su alcázar.
Victorias, no, riquezas para el caudillo; laureles no, títulos inmerecidos fueron el fruto de esa aventura, vergonzosa por lo que tuvo de inhábil; desastrosa para España, por la gente y los caudales que en ella se habían invertido.
Expedición formidable por el número y la calidad: de oficiales, de soldados, de recursos, lo mejor; y con tener seguro el buen éxito, fue desbaratada y vencida por el genio de Bolívar y el valor de sus compañeros de armas.
Cuéntase que don Pablo, reconvenida confidencialmente por Fernando VII, contestó de esta manera: «Deme vuestra majestad cien mil llaneros, y me paseo triunfante por la Europa a nombre del rey de España».

Los llaneros, los enemigos de la república, eran ya republicanos; los contrarios de Bolívar eran ya sus soldados.

 Boves, el mago que los hechizara, había descendido a las tinieblas, al tiempo que se levantaba en sus corazones su verdadero dios, ese a quien amaron y obedecieron ciegos, Páez, rey de los Llanos, Genio del Apure.

 
                                                        
Este combatía por la patria, la patria era la buena causa para los llaneros: verdad que Morillo y los expedicionarios habían tenido por su parte el cuidado de ponerles manifiesta con la ingratitud y el menosprecio.
Para arrastrarlos contra sus hermanos habían además los españoles recurrido al sortilegio de la religión, y con el Cristo por delante los obligaban a empuñar la lanza fratricida.
Un terremoto, en manos de un predicador popular es arma formidable, dice Gibbon.
Sí, por lo que tiene de divina; pero contra el brazo de la libertad nada pueden los rayos de la Iglesia.
¿Y acaso la destrucción de Caracas habrá sido obra de Dios, el cual se recostaba al lado de los opresores?
 Él envía el ángel exterminador al campo de los amonitas, no combate por los tiranos.
El terremoto de Caracas fue, con todo, golpe mortal para la república, no solamente a causa de la ruina de ese hogar de fuego sagrado, sino también por los sentimientos adversos a la patria que los sacerdotes infundieron en el ánimo de los simples e ingenuos moradores de los campos.
El cielo había hecho esa grave demostración, lo cual era condenar las armas de los enemigos del rey.
¡Oh hombres!
¿Hasta cuándo confiaréis al Todopoderoso el éxito de vuestros crímenes?
El quiere la servidumbre de los pueblos; él se deleita con el retiñido de las cadenas; él goza en la tiranía de los déspotas; él pide sangre; él desea ver hambreadas, desnudos a los pobres; él impone la ignorancia; su reino, las tinieblas; él envía terremotos, langostas, pestes en favor de unos y en contra de otros. Pues si vuestro Dios hace todo esto, vuestro Dios es Molok, y no el puro y manso, el justo y misericordioso que nos envió a su hijo a redimirnos.
Una vez que los americanos dejaron de creer en las andróminas de la mala fe y en las chapucerías del fanatismo, todos abrazaron con ardor nunca sobrado la causa de la patria, y los llaneros sus más fieles y eficaces servidores.
Dios poderoso, y cuáles eran sus acciones en la guerra!

Las Queseras del Medio están asentadas en el memorial de las venganzas que nunca han de satisfacer los españoles; esa jornada terrible donde ciento cincuenta hombres de a caballo acometen a un ejército, le acuchillan, le despedazan, le aturden, le trabucan y le ponen en retirada nada menos que vergonzosa.
 Morillo dio cuenta de este suceso al rey, y no pudo el orgullo tanto con él que no dejase entrever su admiración, si bien procurando disminuir el mérito de los americanos con ciertas infidelidades a la verdad.
Ciento cincuenta hombres le parecían de hecho número harto menguado para haber dado tanto en qué merecer a un general de su reputación con tropas tales como las suyas.
Y no fue esta la única desgracia del propio género, pues cuando la derrota no fuese declarada, no pocas veces los invictos españoles se alejaron más que de paso de esos buenos criollos, el vibrar de cuya lanza veían hasta en sueños.
Bárbaros, rústicos y desatinados; seres hiperbóreos sin conocimiento de la guerra ni valor de buena ley, en ocasiones; en otras, gigantes desemejables, jayanes desaforados que se ven la cara en el mar como Polifemo, y no hacen sino un bocado de cada uno de los hominicacos de Europa.
Pues si para con los hijos del Nuevo Mundo eran unos braguillas, ¿cómo pretendían, con el yelmo de Mambrino y el lanzón, domar y dominar a estos Pandafilandos de la fosca vista?
La gente era emitida, y en siendo ir contra los españoles, llanos las cuestas para esos recién nacidos a la libertad y viejos ya en el combatir por ella.
Su lanza y su caballo, no más el indómito llanero: pan, Dios le dé; jamás hace mochila: sueño, según que lo consiente el negocio de la guerra; el amor a la patria suple por todo.
 En cuanto al brío y el poder del brazo, no hay pecho que resista un bote de esa arma pavorosa, si viene armado a prueba de pistola; un jeme asoma por la espalda brillando entre hilos de sangre esa hoja que parece lengua de serpiente gigantesca, por lo sutil, por lo sediento.
Si los soldados eran tales, ¿cuáles debían ser los capitanes?
Páez era hombre de llamar a Júpiter a singular combate; y en llevando lo peor, hubiera espantado con sus alaridos de despecho al Orinoco, bien como Áyax hacía temblar el Escamandro con sus lamentaciones.

Bermúdez, atrevido, turbulento, sedicioso; en la batalla, Rodrigo Díaz de Vivar.

 Mariño, amigo del mando a todo trance,   pero valiente y esforzado: su orgullo tan superior, que quería prevalecer sobre Bolívar.

Ribas
Ribas, un león.

Valdés, gran general.


 Piar, sin la insolencia, lo mejor del ejército.



Cedeño, el valor casado con la subordinación.


Urdaneta.

Urdaneta, ah, Urdaneta, el más fiel, constante y poderoso amigo de la república y su caudillo.

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