viernes, 4 de mayo de 2012

PARTE  3.-

 La grandeza del vencido vuelve más grande al vencedor.
No, ellos no son cobardes; son los guerreros de Cangas de Onís, Alarcos y las Navas; son el pueblo aventurero y denodado que invade un mundo desconocido y lo conquista; son la familia de Cortés, Pizarro, Valdivia, Benalcázar, Jiménez de Quesada y más titanes que ganaron el Olimpo escalando el Popocatepetl, el Toromboro y el Cayambe.
Pueblo ilustre, pueblo grande, que en la decadencia misma se siente superior con la memoria de sus hechos pasados, y hace por levantarse de su sepulcro sin dejar en él su manto real.
 Sepulcro no, porque no yace difunto; lecho digamos, lecho de dolor al cual está clavado en su enfermedad irremediable, irremediable no, tampoco digamos esto: si España se levanta, se levantará erguida y majestuosa, como se levantara Sesostris, como se levantara Luis XIV, o más bien como se levantara Roma, si se levantara.
Cuerpo enfermo, pero sagrado; espíritu obscurecido, pero santo.
¡España! ¡España! Lo que hay de puro en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos.
El pensar a lo grande, el sentir a lo animoso, el obrar a lo justo en nosotros, son de España; y si hay en la sangre de nuestras venas algunas gotas purpurinas, son de España.
Yo que adoro a Jesucristo; yo que hablo la lengua de Castilla; yo que abrigo las afecciones de mis padres y sigo sus costumbres ¿cómo la aborrecería?
Hay todavía en la América española una escuela, un partido o lo que sea, que profesa aborrecer a España y murmurar de sus cosas.
 ¿Son justos, son ingratos los que cultivan ese antiguo aborrecimiento?
 El olvidar es de pechos generosos: olvidemos los agravios, acordémonos del deudo y la deuda.
¿Y acaso todo fue bárbaro y cruel por parte de los españoles?
Monteverde, Cerveris, Antoñanzas, es verdad; ¿pero no honraron su patria y la guerra hombres buenos, humanos como Cajigal?
¿No había visto poco antes el Nuevo Mundo un virrey Francisco Montalvo?
Y esto sin hacer memoria de Las Casas, el filántropo, el apóstol, ese que con el crucifijo en la mano andaba interponiéndose entre los conquistadores y los conquistados, suavizando la crueldad, conteniendo la rapacidad de los unos; esforzando la debilidad, aclarando la oscuridad de los otros.
Cuba, ah, Cuba ensangrentada y llorosa se alza en el mar, y puesto el dedo en los labios me hace seña de callar las alabanzas de la madre patria.
Pobre musa desesperada, blanco el vestido, suelto el cabello, da el salto de Leucadia para olvidar su pesadumbre o sepultarse con ella en el abismo.
Como no sea la de Olmedo, cualquier voz será desentonada para cantar los hechos de la guerra de la libertad, y trémula cualquier mano para rasguearlos según pide su grandeza.
En las pinceladas sublimes de aquel bardo descuellan con toda su pujanza las virtudes del mayor de los héroes del Nuevo Mundo, y al cadencioso rompimiento de esos versos figúrase uno ver a Fingal cómo desciende todo armado de las montañas de Morven.
 Ullin, bardo de Cona, gastó menos poesía en alabar a sus guerreros, y ni el Pindo resonó con más arrebatada armonía a los acentos de Tirteo.
¿Quién es el caballero que alarga el brazo y enseña las alturas del riscoso Bárbula?
El general dio la orden de victoria, vuelan los soldados rompiendo por los enemigos batallones.
 El combate está empeñado, las balas caen como granizo, los valientes se extienden por el suelo heridos en el pecho.
El general abraza con la vista el campo de batalla, y se dispara adonde la pelea anda más furiosa: suena su voz en dondequiera; su espada, como la del ángel exterminador, despide centellas que ciegan a los enemigos.
Bolívar aquí; Bolívar allí: es el Genio de la guerra que persigue a la victoria.
 Flaquea un ala, él la sostiene; otra es rota, él le vuelve su entereza; anima, enciende los espíritus, y no hay salvarse el enemigo, si no agacha las armas y se pone a merced del vencedor.
Los que resisten son pasados a cuchillo; los que huyen no volverán al combate; la imagen de Bolívar los aterra, ven su sombra, y tiemblan y trasudan, semejantes a Casandra en presencia de la estatua del macedón invicto.
Triunfo caro, triunfo horrible: las lágrimas de los jefes, los ayes de los soldados manifiestan cuánto fue triste esa jornada.
Joven hermoso, ¿qué haces ahí tirado sobre el polvo? ¿Contemplas la bóveda celeste, tu alma se ha enredado en los rayos del sol y no puedes libertarla de esa prisión divina?
 Álzate, mira: tus armas han vencido, mas sin tu brazo, la victoria era dudosa.
Toma tu  parte en la alegría del ejército, ve hacia tu general y recibe la corona que han merecido tus proezas.
 ¿Quién eres?
 Te conozco: la frescura de los años, la energía del corazón, la nobleza del alma, todo está pintado en tu rostro bello y juvenil como el de Ascanio.
Atanasio, ¿no respondes?
Este cuerpo frío, esta belleza pálida, esta inmovilidad siniestra me dicen que no existen, y que tu espíritu voló a incorporarse en el eterno.
Muerto estás: la frente perforada, los sesos escurriendo lentos hacia las mejillas, la sangre cuajada en los rizos de tus sienes dan harto en qué se aflija el corazón y por qué lloren los ojos.
Morir tan joven no es lo que te duele, si en la eternidad se experimenta alguna pesadumbre; morir tan al principio de la guerra, cuando la suerte de tu patria está indecisa; morir sin verla libre y dichosa, esto es lo que te angustia allá donde miras nuestra cuita.





 
Lejos de tu sepultura, tu madre no podrá regarla con su llanto; tus hermanas, ¿las tuviste? recibirán la nueva de tu fin y se desesperarán en su terneza; tu amada, tu prometida (preciso era la tuvieras, pues mocedad sin amor es senectud); tu amada, tu prometida perderá el color y andará silenciosa por lugares solitarios.
¿Qué mucho? Te lloran los soldados, te lloran tus amigos, te llora el general; Urdaneta, D'Eluyar empapan la victoria con lágrimas de sus ojos; Bolívar, Bolívar mismo, mírale, parece el capitán de los cruzados que llorase sobre Reinaldo.
Flor del ejército, esperanza de la patria, bendícela desde las alturas, envíanos tu fuerza que nos ayude en las batallas.

Después de esta victoria, Bolívar decretó los honores del héroe y el ciudadano eminente a Girardot: el ejército, los venezolanos todos debían cargar luto por un mes: su nombre se inscribiría entre los de los próceres como del de un bienhechor de la patria: su familia gozaría una pensión igual a su sueldo, y otras prerrogativas de las con que se suele honrar la memoria de los hombres altamente distinguidos.
Atanasio Girardot, joven granadino, descolló como los valientes de primera clase, salió de esa cama de leones que tantos hombres prodigiosos dio a la independencia.
 Bolívar, que no conocía la envidia ni era   ingrato, honró esa muerte, y el nombre de Girardot es uno de los más ilustres de nuestra santa guerra.
 No nos admiren los extremos de dolor del capitán: hombre era ese que en siendo su destino otro que la guerra, habría sido poeta; la imaginación encendida, el alma delicada, sensitivo y ardiente, el poema que labró con el acero lo hubiera escrito con la pluma.
Embelesa la galanura de sus cláusulas cuando habla a lo fantástico, embebido en el dios universo, allá sobre los hombros del mayor de los montes: Chimborazo no conserva recuerdo más glorioso que el haber visto frente a frente al hijo predilecto del Nuevo Mundo.
No es maravilla que corazón tan fino gimiese en trance tan funesto aun en medio de los afanes de la guerra: si ésta lo consintiese, se habría retirado, como Cuchullin a la colina de Gromla, a llorar la muerte de su amigo.
Alejandro hizo locuras a la de Efestión; y conmueve con una suerte de grandeza el ver a Napoleón inclinado hacia Lannes expirante, diciendo en voz ahogada en lágrimas: «Lannes, querido Lannes, ¿no me conoces? soy Bonaparte, soy tu amigo».

Los soldados andan taciturnos por el campamento, el cañón está apagado y triste: la lanza no amaga tendida en el brazo del llanero, y el corcel pace tranquilo en la dehesa.
 ¿Qué ha sucedido?
El jefe se halla en su tienda de campaña, la calentura le tiene delirante: sus heridas, anchas y profundas, hablan de muerte, y amenazan a la guerra con viudez inconsolable.
 España va a perder uno de sus hijos más feroces, pero más esforzados; la causa de la servidumbre se verá privada de su primer ministro.
 ¡Boves se muere, murió Boves! Boves no ha muerto: sobre un bridón que resopla y manotea pasa revista a sus llaneros, sus amigos fieles, cuyo cariño es para nosotros la ruina de la patria.
 Negra la cabellera, pálido el rostro, se gallardea en un pisador soberbio, ostentando la salud recobrada y el brío de su temperamento.
Los soldados han visto convertirse en júbilo su tristeza, en bélico ardor el desmayo de sus corazones.
Boves está allí al frente de ellos, Boves su jefe, Boves el cruel, Boves el terrible con el enemigo; el afable, el bueno, el generoso con el amigo.
Por Boves, no por el rey, se combaten con sus  compatriotas, por él se matan con sus hermanos; el amor de la guerra une esas almas fieras, y este consorcio apasionado es funesto para los republicanos.
Boves el león había infundido cariño terrible en el pecho de los llaneros, otros leones, los del Apure, más reales que los de Ansia, los de esos bosques temerosos donde el sol y la tierra se unen para crear los seres más pujantes.

El jefe va y viene, su aspecto anima a los soldados, su voz los enardece; todos piden el combate.
¡A caballo! ¡A caballo!
Tiembla el suelo a ese galope tempestuoso, los aceros van despidiendo sanguinolentas llamas, suena airada la vaina en el estribo, y una torre de polvo se levanta detrás de aquel turbión humano.
 ¿Quién resiste el empuje de esas fieras juramentadas ante el príncipe de las tinieblas para salir con la victoria o bajar todos al infierno?
 ¿Qué cuello es tan listo que rehúya la comba homicida de ese sable?
 ¿Qué pecho tan duro que rechace los botes de esa lanza?
El escudo de Áyax, aforrado con siete cueros de toro, no sería resguardado harto seguro contra esa lengua horripilante que se viene vibrando como culebra enfurecida.
 Ya embisten, ya sueltan el brazo, ya causan la herida larga como la cuarta.
¿Qué los detiene? ¿Por qué retroceden aterrados los jinetes?
El enemigo habló por mil bocas de fuego, la metralla hace estragos en los contrarios escuadrones; las columnas de San Mateo permanecen inmobles; las fuerzas todas de la potente Iberia no las quebrantarían, si con ellas se viniesen en horrido coraje.
 Y el jefe realista está allí, activo, ardiente, furioso.
¡Llaneros, a la carga!
Y los llaneros vuelven, porque no iban de fuga, y acometen con más ímpetu, y se estrellan contra los infantes que les oponen la erguida bayoneta.
Mil caballos huyen sueltos, otros arrancan espantados, su dueño colgando en la estribera, y bufan y acocean al agonizante.
El número de los llaneros disminuye, pero su valor aumenta: la sangre de sus camaradas les aviva la sed que tienen de la del enemigo, los enfurece, les pone fuego a las entrañas; quieren vengar a los caídos, y caen a su vez, y la tierra se encharca, al tiempo que el aire rebosa con el ruido de las   armas y el vocear de los guerreros.
 Ninguno da pie atrás: la pelea está irritada con el punto de honra y la venganza, ese fuego no se apaga sino con la última gota de la enemiga sangre.
 Boves se dispara del uno al otro extremo de las filas combatientes; Boves manda en voz alta triunfar a todo trance; Boves anima, Boves enloquece, y en su pasar de un lado a otro semeja al héroe fantástico de las batallas infernales.
El fuego contra el fuego nada presta: ¡arma blanca, sable, espada! ¡Cargar, llaneros! ¡Triunfar, valientes! Boves habla; los llaneros se tiran, ciegos, miles caen de una y otra parte, la victoria está indecisa.

¿Qué palidez mortal invade el rostro de Bolívar?
 En mudo asombro echa la vista a la colina del frente, su alma se muestra en sus ojos con angustia inmensa.
El perder la vida nada es; mas con su muerte los españoles remacharán la esclavitud de América.
Una columna enemiga halló el moda de trepar la floresta en cuya cima están depositados los elementos de guerra, las santas municiones, prendas de la libertad de un mundo: ellas perdidas, ya no habrá resistir; le envolverá el enemigo, y él morirá con el último soldado.
¿Qué sin fin de horrorosos pensamientos en ese instante atroz? ¿Qué dolor en el pecho del hombre a quien estaban confiadas esas cosas?
Allí fue el ver morir a la naciente patria, allí el contemplar la propia ruina inevitable.
La escasa guarnición abandona el depósito sacrosanto, desciende la colina a paso de fuga; todo está perdido.
 ¿Perdido?
Nada está perdido donde la Providencia pone un mártir.
El mártir es más que el héroe, por cuanto el sacrificio consumado por las ideas sublimes, por las causas grandes, no es sino el heroísmo que se extrema hasta el punto de cosa celestial.
Mucio cuando mira fijamente al invasor de Roma en tanto que su mano está ardiendo en el brasero; Horacio Cocles cuando manda cortar tras sí el puente del Tíber, para salvar la ciudad hundiéndose él, son los santos del heroísmo, víctimas sagradas del amor a la patria, pasión que arraiga en los más nobles pechos, y de tal suerte que no se la arranca sino con el alma.
 Horacio Cocles tuvo a lo menos esperanza de salvar la vida, y se  salvó en efecto nadando hacia tierra todo armado.
En tanto que sus camaradas se afanan por cortar el puente, arrostra él solo en el ejército enemigo, le contiene; le diezma, le abisma: cruje el maderamen, se hunde todo, y el héroe al fondo del río en el instante que partía la cabeza al más audaz contrario.
Las armas no le abruman, ninguna ha perdido, y en esguazo heroico sale al lado de los suyos.
¿Qué grande y respetable continente?
Ricaurte despidiendo imperioso a sus soldados y quedándose solo en el edificio que va a volar, no tiene ni sombra de esperanza, y no vacila.
El peligro de la gran causa por la cual combate le prende una luz angélica en el seno; va a perecer Bolívar, con él la independencia; y la elevación de su alma, que sin duda la tuvo elevada, puesto que fue capaz de resolución semejante, le impele al sacrificio.
Llega el enemigo dando voces de triunfo: el parque es suyo, suya la victoria; la guerra está concluida, pues que Bolívar, si no muere peleando, morirá prisionero.



 







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