jueves, 5 de julio de 2012


MUCHO Y MUY IMPORTANTE SOBRE MONTALVO.


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viernes, 4 de mayo de 2012

Washington y Bolívar.



Washington y Bolívar.



El renombre de Washington no finca tanto en sus proezas militares, cuanto en el éxito mismo de la obra  que llevó adelante y consumó con tanta felicidad como buen juicio.
El de Bolívar trae consigo el ruido de las armas, y a los resplandores que despide esa figura radiosa vemos caer y huir y desvanecerse los espectros de la tiranía; suenan los clarines, relinchan los caballos, todo es guerrero estruendo en torno al héroe hispanoamericano: Washington se presenta a la memoria y la imaginación como gran ciudadano antes que como gran guerrero, como filósofo antes que como general.
 Washington estuviera muy bien en el senado romano al lado del viejo Papirio Cursor, y en siendo monarca antiguo, fuera Augusto, ese varón sereno y reposado que gusta de sentarse en medio de Horacio y Virgilio, en tanto que las naciones todas giran reverentes alrededor de su trono.
Entre Washington y Bolívar hay de común la identidad de fines, siendo así que el anhelo de cada uno se cifra en la libertad de un pueblo y el establecimiento de la democracia.
En las dificultades sin medida que el uno tuvo que vencer, y la holgura con que el otro vio coronarse su obra, ahí está la diferencia de esos dos varones perilustres, ahí la superioridad del uno sobre el otro.
Bolívar, en varias épocas de la guerra, no contó con el menor recurso, ni sabía dónde ir a buscarlo: su amor inapeable hacia la patria; ese punto de honra subido que obraba en su pecho; esa imaginación fecunda, esa voluntad soberana, esa actividad prodigiosa que constituían su carácter, le inspiraban la sabiduría de hacer factible lo imposible, le comunicaban el poder de tornar de la nada al centro del mundo real.
Caudillo inspirado por la Providencia, hiere la roca son su varilla de virtudes, y un torrente de agua cristalina brota murmurando afuera; pisa con intención, y la tierra se puebla de numerosos combatientes, esos que la patrona de los pueblos oprimidos envía sin que sepamos de dónde.
Los americanos del Norte eran de suyo ricos, civilizados y pudientes aun antes de su emancipación de la madre Inglaterra: en faltando su caudillo, cien Washingtons se hubieran presentado al instante a llenar ese vacío, y no con desventaja.
A Washington le rodeaban hombres tan notables como él mismo, por no decir más beneméritos; Jefferson, Madisson, varones de alto y profundo consejo; Franklin, genio del cielo y de la  tierra, que al tiempo que arranca el cetro a los tiranos, arranca el rayo a las nubes Eripui coelo fulmen sceptrumque tyrannis.
Y estos y todos los demás, cuán grandes eran y cuán numerosos se contaban, eran unos en la causa, rivales en la obediencia, poniendo cada cual su contingente en el raudal inmenso que corrió sobre los ejércitos y las flotas enemigas, y destruyó el poder británico.
Bolívar tuvo que domar a sus tenientes, que combatir y vencer a sus propios compatriotas, que luchar con mil elementos conjurados contra él y la independencia, al paso que batallaba con las huestes españolas y las vencía o era vencido.
La obra de Bolívar es más ardua, y por el mismo caso más meritoria.
Washington se presenta más respetable y majestuoso a la contemplación del mundo, Bolívar más alto y resplandeciente: Washington fundó una república que ha venido a ser después de poco una de las mayores naciones de la tierra; Bolívar fundó asimismo una gran nación, pero, menos feliz que su hermano primogénito, la vio desmoronarse, y aunque no destruida su obra, por lo menos desfigurada y apocada.
Los sucesores de Washington, grandes ciudadanos, filósofos y políticos, jamás pensaron en despedazar el manto sagrado de su madre para echarse cada uno por adorno un jirón de púrpura sobre sus cicatrices; los compañeros de Bolívar todos acometieron a degollar a la real Colombia y tomar para sí la mayor presa posible, locos de ambición y tiranía.
En tiempo de los dioses Saturno devoraba a sus hijos; nosotros hemos visto y estamos viendo a ciertos hijos devorar a su madre.
 Si Páez, a cuya memoria debemos el más profundo respeto, no tuviera su parte en este crimen, ya estaba yo aparejado para hacer una terrible comparación tocante a esos asociados del parricidio que nos destruyeron nuestra grande patria; y como había además que mentar a un gusanillo y rememorar el triste fin del héroe de Ayacucho, del héroe de la guerra y las virtudes, vuelvo a mi asunto ahogando en el pecho esta dolorosa indignación mía, Washington, menos ambicioso, pero menos magnánimo; más modesto, pero menos elevado que Bolívar.
Washington, concluida su obra, acepta los casi humildes presentes de sus compatriotas; Bolívar rehúsa los millones ofrecidos por la nación peruana: Washington rehúsa el tercer período presidencial de los Estados Unidos, y cual un patriarca se retira a vivir tranquilo en el regazo de la vida privada, gozando sin mezcla de odio las consideraciones de sus semejantes, venerado por el pueblo, amado por sus amigos: enemigos, no los tuvo, ¡hombre raro y feliz!
 Bolívar acepta el mando tentador que por tercera vez, y ésta de fuente impura, viene a molestar su espíritu, y muere repelido, perseguido, escarnecido por una buena parte de sus contemporáneos.
El tiempo ha borrado esta leve mancha, y no vemos sino el resplandor que circunda al mayor de los sudamericanos. Washington y Bolívar, augustos personajes, gloria del Nuevo Mundo, honor del género humano junto con los varones más insignes de todos los pueblos y de todos los tiempos.
    Juan Montalvo

NAPOLEON Y BOLIVAR.

NAPOLEON   Y   BOLIVAR.


Napoleón y Bolívar



Estos dos hombres son, sin duda, los más notables de nuestros tiempos en lo que mira a la guerra y la política, unos en el genio, diferentes en los fines, cuyo paralelo no podemos hacer sino por disparidad.
Napoleón salió del seno de la tempestad, se apoderó de ella, y revistiéndose de su fuerza le dio tal sacudida al mundo, que hasta ahora lo tiene estremecido.
Dios hecho hombre, fue omnipotente; pero como su encargo no era la redención sino la servidumbre, Napoleón fue el dios de los abismos que corrió la tierra deslumbrando con sus siniestros resplandores.
Satanás, echado al mar por el Todopoderoso, nadó cuarenta días en medio de las tinieblas en que gemía el universo, y al cabo de ellos ganó el monte Cabet, y en voz terrible se puso a desafiar a los   ángeles.
Esta es la figura de Napoleón: va rompiendo por las olas del mundo, y al fin sale, y en una alta cumbre desafía a las potestades del cielo y de la tierra.
Emperador, rey de reyes, dueño de pueblos, ¿qué es, quién es ese ser maravilloso? Si el género humano hubiera mostrado menos cuanto puede acercarse a los entes superiores, por la inteligencia con Platón, por el conocimiento de lo desconocido con Newton, por la inocencia con San Bruno, por la caridad con San Carlos Borromeo, podríamos decir que nacen de tiempo en tiempo hombres imperfectos por exceso, que por sus facultades atropellan el círculo donde giran sus semejantes.
En Napoleón hay algo más que en los otros, algo más que en todos: un sentido, una rueda en la máquina del entendimiento, una fibra en el corazón, un espacio en el seno, ¿qué de más hay en esta naturaleza rara y admirable? «Mortal, demonio o ángel», se le mira con uno como terror supersticioso, terror dulcificado por una admiración gratísima, tomada el alma de ese afectó inexplicable que causa lo extraordinario.
Comparece en medio de un trastorno cual nunca se ha visto otro; le echa mano a la revolución, la ahoga a sus pies; se tira sobre el carro de la guerra, y vuela por el mundo, desde los Apeninos hasta las columnas de Hércules, desde las pirámides de Egipto hasta los hielos de Moscovia.
 Los reyes dan diente con diente, pálidos, medio muertos; los tronos crujen y se desbaratan; las naciones alzan el rostro, miran espantadas al gigante y doblan la rodilla.
 ¿Quiénes?

 ¿De dónde viene?
Artista prodigioso, ha refundido cien coronas en una sola, y se echa a las sienes esta descomunal presea; y no muestra flaquear su cuello, y pisa firme, y alarga el paso, y poniendo el un pie en un reino, el otro en otro reino, pasa sobre el mundo, dejándolos marcados con su planta como a otros tantos esclavos.
 ¿Qué parangón entre el esclavizador y el libertador?
El fuego de la inteligencia ardía en la cabeza de uno y otro, activo, puro, vasto, atizándolo a la continua esa vestal invisible que la Providencia destina a ese hogar sagrado: el corazón era en uno y otro de temple antiguo, bueno para el pecho de Pompeyo: en el brazo de cada cual de ellos no hubiera tenido que extrañar la espada del rey de Argos, ese que relampaguea como un Genio sobre las murallas de Erix: uno y otro formado de una masa especial, más sutil, jugosa, preciosa que la del globo de los mortales:
 ¿En qué se diferencian?
En que el uno se dedicó a destruir naciones, el otro a formarlas; el uno a cautivar pueblos, el otro a libertarlos: son los dos polos de la esfera política y moral, conjuntos en el heroísmo.
 Napoleón es cometa que infesta la bóveda celeste y pasa aterrando al universo: vese humear todavía el horizonte por donde se hundió la divinidad tenebrosa que iba envuelta en su encendida cabellera.
 Bolívar es astro bienhechor que destruye con su fuego a los tiranos, e infunde vida a los pueblos, muertos en la servidumbre: el yugo es tumba; los esclavos son difuntos puestos al remo del trabajo, sin más sensación que la del miedo, ni más facultad que la obediencia.
Napoleón surge del hervidero espantoso que se estaba tragando a los monarcas, los grandes, las clases opresoras; acaba con los efectos y las causas, lo allana todo para sí, y se declara él mismo opresor de opresores y oprimidos.
Bolívar, otro que tal, nace del seno de una revolución cuyo objeto era dar al través con los tiranos y proclamar los derechos del hombre en un vasto continente; vencen entrambos: el uno continúa el régimen antiguo, el otro vuelve realidades sus grandes y justas intenciones.
Estos hombres tan semejantes en la organización y el temperamento, difieren en los fines, siendo una misma la ocupación de toda su vida: la guerra.
 En la muerte vienen también a parecerse: Napoleón encadenado en medio de los mares; Bolívar a orillas del mar, proscrito y solitario.
 ¿Qué conexiones misteriosas reinan entre este elemento sublime y los varones grandes?
 Parece que en sus vastas entrañas buscan el sepulcro, a él se acercan, en sus orillas mueren: la tumba de Aquiles se hallaba en la isla de Ponto.
 Sea de esto lo que fuere, la obra de Napoleón está destruida; la de Bolívar prospera.
 Si el que hace cosas grandes y buenas es superior al que hace cosas grandes y malas, Bolívar es superior a Napoleón; si el que corona empresas grandes y perpetuas es superior al que corona empresas grandes, pero efímeras, Bolívar es superior a Napoleón.
 Mas como no sean las virtudes y sus fines los que causan maravilla primero que el crimen y sus obras, no seré yo el incauto que venga a llamar ahora hombre más grande al americano que al europeo: una inmensa carcajada me abrumaría, la carcajada de Rabelais que se ríe por boca de Gargantúa, la risa del desdén y la fisga.
Sea porque el nombre de Bonaparte lleva consigo cierto misterio que cautiva la imaginación; sea porque el escenario en que representaba ese trágico portentoso era más vasto y esplendente, y su concurso aplaudía con más estrépito; sea, en fin, porque prevaleciese por la inteligencia y las pasiones girasen más a lo grande en ese vasto pecho, la verdad es que Napoleón se muestra a los ojos del mundo con estatura superior y más airoso continente que Bolívar.
Los siglos pueden reducir a un nivel a estos dos hijos de la tierra, que en una como demencia acometieron a poner monte sobre monte para escalar el Olimpo.
El uno, el más audaz, fue herido por los dioses, y rodó al abismo de los mares; el otro, el más feliz, coronó su obra, y habiéndolas vencido se alió con ellos y fundó la libertad del Nuevo Mundo.
En diez siglos Bolívar crecerá lo necesario para ponerse hombro a hombro con el espectro que arrancando de la tierra hiere con la cabeza la bóveda celeste.
¿Cómo sucede que Napoleón sea conocido por cuantos son los pueblos, y su nombre resuene lo mismo en las naciones civilizadas de Europa y América, que en los desiertos del Asia, cuando la fama de Bolívar apenas está llegando sobre ala débil a las márgenes del viejo mundo?
Indignación y pesadumbre causa ver cómo en las naciones más ilustradas y que se precian de saberlo todo, el libertador de la América del Sur no es conocido sino por los hombres que nada ignoran, donde la mayor parte de los europeos oye con extrañeza pronunciar el nombre de Bolívar.
Esta injusticia, esta desgracia provienen de que con el poder de España cayó su lengua en Europa, y nadie la lee ni cautiva sino son los sabios y los literatos políglotas.
 La lengua de Castilla, esa en que Carlos Quinto daba sus órdenes al mundo; la lengua de Castilla, esa que traducían Corneille y Moliere; la lengua de Castilla, esa en que Cervantes ha escrito para todos los pueblos de la tierra, es en el día asunto de pura curiosidad para los anticuarios: se descifra, bien como una medalla romana encontrada entre los escombros de una ciudad en ruina.
¿Cuándo volverá el reinado de la reina de las lenguas?
Cuando España vuelva a ser la señora del mundo; cuando de otra obscura Alcalá de Henares salga otro Miguel de Cervantes: cosas difíciles, por no decir del todo inverosímiles.
Lamartine, que no sabía el español ni el portugués, no vacila en dar la preferencia al habla de Camoens, llevado más del prestigio del poeta lusitano que de la ley de la justicia.

La lengua en que debemos hablar con Dios, ¿a cuál sería inferior? Pero no entienden el castellano en Europa, cuando no hay galopín que no lea el francés, ni buhonero que no profese la lengua de los pájaros.
Las lenguas de los pueblos suben o bajan con sus armas: si el imperio alemán se consolida y extiende sus raíces allende los mares, la francesa quedará velada y llorará como la estatua de Niobe.
No es maravilla que el renombre de un héroe sudamericano halle tanta resistencia para romper por medio del ruido europeo.
Otra razón para esta obscuridad, y no menor, es que nuestros pueblos en la infancia no han dado todavía de sí los grandes ingenios, los consumados escritores que con su pluma de águila cortada en largo tajo rasguean las proezas de los héroes y ensalzan sus virtudes, elevándolos con su soplo divino hasta las regiones inmortales.
 Napoleón no sería tan grande, si Chateaubriand no hubiera tomado sobre sí el alzarle hasta el Olimpo con sus injurias altamente poéticas y resonantes; si de Staël no hubiera hecho gemir al mundo con sus quejas, llorando la servidumbre de su patria y su propio destierro; si Manzoni no le hubiera erigido un trono con su oda maravillosa; si Byron no le hubiera hecho andar tras Julio César como gigante ciego que va tambaleando tras un dios; si Víctor Hugo no le hubiera ungido con el aceite encantado que este mágico celestial extrae por ensalmo  del haya y del roble, del mirto y del laurel al propio tiempo; si Lamartine no hubiera convertido en rugido de león y en gritos de águila su tierno arrullo de paloma, cuando hablaba de su terrible compatriota; si tantos historiadores, oradores y poetas no hubieran hecho suyo el volver Júpiter tonante a su gran tirano, ese Satanás divino que los obliga a la temerosa adoración con que le honran y engrandecen.
No se descuidan, desde luego, los hispanoamericanos de las cosas de su patria, ni sus varones ínclitos han caído en el olvido por falta de memoria.
Restrepo y Larrazábal han tomado a pechos el transmitir a la posteridad las obras de Bolívar y más próceres de la emancipación; y un escritor eminente, benemérito de la lengua hispana, Baralt, imprime las hazañas de esos héroes en cláusulas rotas a la grandiosa manera de Cornelio Tácito, donde la numerosidad y armonía del lenguaje dan fuerza a la expresión de sus nobles pensamientos y los acendrados sentimientos de su ánimo.
Restrepo y Larrazábal, autores de nota en los cuales sobresalen el mérito de la diligencia y el amor con que han recogido los recuerdos que deben ser para nosotros un caudal sagrado; Baralt, pintor egregio, maestro de la lengua, ha sido más conciso, y tan solo a brochazos a bulto nos ha hecho su gran cuadro.
Yo quisiera uno que en lugar de decirnos: «El 1. º de junio se aproximó Bolívar a Carúpano», le tomase en lo alto del espacio, in pride of place, como hubiera dicho Childe Hardold, y nos le mostrase allí contoneándose en su vuelo sublime.
Pero la musa de Chateaubriand anda dando su vuelta por el mundo de los dioses, y no hay todavía indicios de que venga a glorificar nuestra pobre morada.


PARTE 6.-



Un día subió un niño a las alturas del Pichincha: niño es, y sabe ya en donde está, y tiene la cabeza y el pecho llenos de la batalla.
El monte en las nubes, con su rebozo de nieblas hasta la cintura: gigante enmascarado, causa miedo.
 La ciudad de Quito, a sus pies, echa al cielo sus mil torres: las verdes colinas de esta linda ciudad, frescas y donosas, la circunvalan cual muros gigantescos de esmeralda, puestas como al descuido en su ancho cinturón.
Roma, la ciudad de las colinas, no las tiene ni más bellas, ni en más número.
Un ruido llega apenas a la altura, confuso, vago, fantástico, ese ruido compuesto de mil ruidos, esa voz compuesta de mil voces que sale y se levanta de las grandes poblaciones.
El retintín de la campana, el golpe del martillo, el relincho del caballo, el ladrido del perro, el chirrío de los carros, y mil ayes que no sabe uno de donde proceden, suspiros de sombras, arrojados acaso por el hambre de su aposento sin hogar, y subidos a lo alto a mezclarse con las risas del placer y corromperlas con su melancolía.
El niño oía, oía con los ojos, oía con el alma, oía el silencio, como está dicho en la Escritura; oía el pasado, oía la batalla.
¿En dónde estaba Sucre?
Tal vez aquí, en este sitio mismo, sobre este verde peldaño; pasó por allí, corrió por más allá, y al fin se disparó por ese lado tras los españoles fugitivos.
Echó de ver un hueso blanco el niño, hueso medio oculto entre la grama y las florecillas silvestres; se fue para él y lo tomó: ¿será de uno de los realistas?
 ¿Será de uno de los patriotas?
¿Es hueso santo o maldito?
¡Niño! no digas eso: hombres malditos puede haber; huesos malditos no hay.
Sabe que la muerte, con ser helada, es fuego que purifica el cuerpo; primero lo corrompe, lo descompone, lo disuelve; después le quita el mal olor, lo depura; los huesos de los muertos, desaguados por la lluvia, labrados por el aire, pulidos por la mano del tiempo, son despojos del género humano; de este ni de ese hombre, no; los de nuestros enemigos no son huesos enemigos; restos son de nuestros semejantes.
Niño, no lo arrojes con desdén.
Pero se engañaba ese infantil averiguador de las cosas de la tumba: los huesos de nuestros padres muertos en Pichincha son ya gaje de la nada: el polvo mismo tomó una forma más sutil, se convirtió en espíritu, desapareció, y está depositado en la ánfora invisible en que la eternidad recoge los del género humano.
Hubiera convenido que ese niño, que no debió de ser como los otros, hallase en el campo de batalla una columna en la cual pudiese leer las circunstancias principales de ese gran acontecimiento.
¿En dónde está Bolívar?
El es, allí le veo, al frente de un ejército resplandeciente.
Estos no son como los que traspusieron los Andes, sombras y espectros taciturnos, sino robustos cazadores del Señor que siguen la pista al león de Iberia y llevan en el ánimo cogerle vivo o muerto, aun en los confines de la tierra.
Pero el león no huye: en su sitio los espera, los ojos encendidos, inflada la greña, las fauces echando espuma y azotándose los ijares con la cola.
Latorre manda las huestes españolas; con él están los jefes de más renombre en la campaña, los soldados de Boves, vencedores de la Puerta.
Pero los libres son regidos por Bolívar, y esta prenda de victoria les comunica   el brío que han menester para conflicto tan grandioso.
Las alturas han sido tomadas por el enemigo; los cañones, hablando a nombre del rey de España, cierran el paso a los patriotas; las gargantas que desembocan en la llanura están obstruidas, e infantería y caballería en ordenación de batalla esperan cuando han de dar sobre ellas los soldados de Bolívar.
 ¿Por dónde las acometen?
 ¿Por cuál lado las hieren?
Todo está defendido, y habrán de caer por miles ante las bocas de fuego, primero que rompan por el valle.
¿Quién se muestra de improviso por el flanco derecho, por donde a nadie se esperaba, y sacude la melena en ademán de amenazar?
 ¡Oh Dios! es el más terrible de los enemigos, el más temido, ese hijo de la Tierra que en las Queseras del Medio la había hartado a España de sangre de sus propios hijos.
Los valientes del Apure han desembocado en la planicie, comienza la pelea: los republicanos mueren, son uno contra ciento, ceden el campo, ¿ceder? eso sería donde no llegasen los hijos de Albión, hijos de una vieja monarquía que combaten por una joven república.
 ¡Y qué combatir, señor!
 Hincada la rodilla en tierra, cual si adorasen al dios de las batallas, impávidos e inmóviles, tiran sobre el enemigo, quitan cien vidas y caen ellos mismos muertos en esa postura reverente.
Minchin, héroe esclarecido, tu nombre constaba ya en los registros de la patria, y compareces nuevamente a dar más estrépito a tu fama; Minchin, noble extranjero, ya no eres extranjero sino hijo de Colombia por tu amor hacia ella y tus proezas; Minchin, y tú, Famior heroico, en vosotros saludamos a todos esos ingleses invencibles que tan larga parte tuvieron en las batallas más gloriosas de la independencia, en Boyacá, en Carabobo.
 Salud, hijos de Albión, Legión Británica, cuyos huesos fecundan nuestros campos, cuyo espíritu se confunde en la eternidad con el de nuestros propios héroes.
Las españoles cargan con ímpetu redoblado, se echan sobre los libres en numerosos batallones, bastantes para abrumarlos con el peso, aun sin las armas; y de hecho los abruman.
Pero llega Heres, y la victoria le vuelve la espalda al enemigo; llega Muñoz, llega Rondón, llega  Arismendi, llega Silva; ¿cuántos más llegan?
Los Tiradores de la Guardia, los Granaderos de a caballo hacen prodigios; Marte obra sus milagros por el brazo de esos titanes que matan dos a cada golpe.
 ¡Los Rifles!
¿dónde están los Rifles? allí vienen; ¿quién arrostra con esos batalladores fieros, esos que olvidan la cartuchera, a bayoneta calada se van para el centro de los enemigos batallones, y a diestro y siniestro los hieren, los acuchillan, los derriban, pisan sobre ellos y siguen el alcance a los fugitivos?
 Bolívar manda: la espada en alto, la voz resonante, vuela en su caballo tempestuoso, y ora está aquí, ora allí, siempre donde muestra preponderar el enemigo: su alma se derrama sobre todo aquel espacio, y en llamas invisibles envuelve a los combatientes, que dominados avanzan por encanto sobre el fuego.
Páez, brazo de la muerte, como Fergo, no sosiega; se echa en lo más espeso de la riña, mata a un lado y a otro, su espada se abre paso, y deja rotas y turbadas las líneas enemigas.
 Bolívar la cabeza, Páez el brazo de la guerra.
¿Adónde huyes, adónde arrastras a tus cuitadas huestes, miserable?
Te conozco: esa cara tinta en sangre, y no la de la batalla; esos ojos espantados; esa cabellera erizada; esa mano trémula, cuya arma verdadera es la larga uña; esa rapidez con que huyes hacia el Pao me dicen que eres Morales, el cobarde, el sanguinario Morales, deshonor de los valientes de la madre patria, infamia de la guerra.
Boves no hubiera huido, Morales huye; Boves era valeroso, Morales nada más que robador y asesino.
 Huye, huye veloz que si te alcanzan, la cuerda te espera, no la bala.
Zuázola muere en la horca, ¿no lo sabes?
Victoria grande que nos trajo en su seno una grande pesadumbre: murió Cedeño, «el bravo de los bravos de Colombia»; murió consumado el triunfo, murió en los brazos de este fiel amigo suyo.
 Habíase vencido, ¿qué quería el bravo de los bravos? Valencey se retiraba en buena formación haciendo frente al enemigo, rechazando las cargas de los jinetes americanos: Cedeño no lo pudo sufrir; y cuando ciego de valor y valentía se echó a romperlo y desbaratarlo él solo, cayó con cien heridas de la  cumbre de la gloria.
Preciso era que el pundonor de España se salvase siquiera en un cuerpo de su ejército, ese pelotón de héroes que se defendió de firme hasta cuando la Cordillera le amparase.
Al Valencey nadie le pudo: Latorre fue vencido, pero este cuerpo salió intacto a fuerza de serenidad y pericia: tan pronto era rompido como volvía a su formación: falange inmortal dejó la victoria en el campo; el honor, salió con ella: estos son los soldados.
Y tú, difunto fiero, que yaces boca arriba ¿quién eres?

                                        
Plaza, invicto Plaza, tú también ganaste la palma del triunfo y la del cielo al propio tiempo.
¡Cuán terrible estás aún sin la vida!
Valor, coraje, ímpetu de la sangre, todo se ve en tu rostro, donde fulgura la belleza de la guerra, esa belleza terrible que hace temblar a los cobardes.
 Muere, amigo: si en las obscuras entrañas de la nada se pierden los cuerpos de los héroes, sus nombres quedan grabados para siempre en el alma de los que viven, y esta herencia se transmite a las generaciones más remotas enriqueciendo a los hijos de los hijos.
Con esta jornada se echó punto final a las grandes batallas que de poder a poder se dieron en Venezuela realistas y republicanos, y desde entonces fue cuesta abajo la resistencia de los españoles en América, hasta cuando en Ayacucho declararon no poder más.
No quedaban sino algunas plazas fuertes; mas Puerto Cabello no podía ser impedimento para la constitución de la República, y el guerrero comparece ante los mejores hijos de esta joven madre a dar cuenta de la terminación de su grande obra.
 La libertad estaba conquistada, la emancipación asegurada: un pueblo salía del abismo de la esclavitud sacudiéndose las sombras, y con alta frente y paso firme ganaba un asiento entre los libres y civilizados de la tierra.
Las cadenas, en pedazos, fueron echadas al mar; sus fragmentos desmedidos resonaron en sus obscuras profundidades ahuyentando a los monstruos de la naturaleza y hasta el callo que deja el yugo se ha disuelto en el cuello de las naciones redimidas.
 Pero Bolívar tiene aún que hacer: su espada no va a suspenderse en el templo de la gloria, pues mientras hay en el Nuevo Mundo  un pueblo esclavo, su tarea no se ha concluido, y él dice en su ánimo lo que el poeta ha de expresar después en el dístico memorable:
         Mientras haya que hacer nada hemos hecho.                  
¿En dónde está Bolívar?
Él es, allí le veo: la sombra imperial de Huaina Capac se le aparece en las nubes, y le dice que se ha de cumplir su profecía: él ha leído en el libro de las disposiciones eternas que el país de los Incas será libertado por un gran hijo del sol, vengada la memoria de sus descendientes.
Bolívar deja su patria: Chimborazo queda a sus espaldas, se echa al mar, desaparece por el mundo.
¿En dónde está Bolívar?
Él es, allí le veo: con el rayo en la mano amenaza a los opresores del pueblo en cuyo auxilio ha volado en las de la victoria; Junín mira allí resplandeciente al padre de Colombia.
El combate es a caballo; cada jinete monta uno digno de un emperador, corcel egregio que pide la batalla con ese resoplar y ese manotear que llenan el campo de marcial bullicio.
La barba le incomoda, trae limpios y sueltos los miembros, sin más adorno que la testera de grana, ni más resguardo que la herradura.
No sale de la línea, porque en medio de su fogosidad es obediente; pero allí se mueve, levanta el brazo en curva amenazante, extiéndelo con fuerza sobre el suelo repetidas veces, gime la tierra a la presión de ese loco martillo.
En inquietud colérica, vuelve los ojos a un lado y a otro; el vaivén de su cuello recogido indica que algo le irrita y le urge los espíritus.
Le tiembla el vasto pecho, recoge el cuerpo, tira el freno y quiere dispararse a beberse los espacios.
 Canterac, ufano de sus escuadrones invencibles, alto y soberbio, recorre sus líneas, les habla de la madre patria, del honor de las armas castellanas: suya es la victoria.
Esos valientes son terribles a la vista, irresistibles al encuentro: un ancho fiador de piel de oso les sujeta el morrión, simulando una espantosa barba; erizado el bigote, parece en ellos el símbolo del valor enfurecido: ninguno siente miedo.
Frente por frente la hueste republicana no muestra aspecto más humilde: con su mirar de águila el terrible llanero señala para la muerte a tal o cual enemigo.
La vaina del sable cuelga larga y resonante de un talabarte de cuero blanqueado; la hoja está al hombro; la lanza, con el regatón en la cuja, se halla lista para ponerse en ristre.
Hablan los jefes, rompen el aire los clarines: a espuela batida los caballos, los enemigos escuadrones entran hasta ponerse rostro a rostro, y en ademán de acometer, déjanse estar un buen espacio en fiera y muda contemplación callando las espadas.
¿Qué ideas hierven en ese instante en la cabeza de esos hombres que van a quitarse la vida?
 ¿Qué afectos en esos feroces corazones?
Brown, noble teutón que combate por la república, rompe la batalla con un bote de lanza tal, que trae al suelo en lastimosa descabalgadura al jinete su contrario, un ibero desemejable que con la vista le estaba retando a la pelea.
Es fama que no se oyó sino un tiro de pistola en esta acción, donde obraron el sable y la lanza puramente.
Hasta ahora se oye ese chischás que horripila, ese gemir irritada la cuchilla afanándose más y más sobre el mísero cuerpo humano.
 Alanceáronse y matáronse muy a su sabor los dos ejércitos, hasta cuando los españoles tuvieron por más cristiano ponerse en cobro, atrás los colombianos sacándoles los bofes por el vientre en la punta de la hoja que comparece una tercia por delante.
                                        
Sangre corrió ese día: Miller, Necochea, Lamar, Laurencio Silva mostraron puesto en su punto, bien así el denuedo como el esfuerzo del pecho americano.


                                                 Miller guiaba a los hijos del Perú, y nada tuvo que hacer en el ánimo de ellos para verlos impávidos en el recibir al enemigo, terribles en el acometerle.
         ¿Son esos los garzones delicados                
            Entre seda y aromas arrullados?                
            ¿Los hijos del placer son esos fieros?                   

Sí, que ni los halagos de la beldad de Sciros envilecen a Aquiles, ni los encantos de Armida contienen a Reinaldo: la guerra tiene también su seducción, y muchas veces sus incentivos son tales, que nada pueden suspiros ni lágrimas de hermosas contra esa cruda rival que les arrebata sus adoradas prendas.
 Los hijos del placer, los muelles habitantes del Perú desmintieron entonces, y han vuelto a desmentir en ocasión no menos grave, la sentencia del ferrarés.

         La terra molle, e lista, e dilettosa                
            Simile á se gli abitator produce...                

Dando a entender que la vida regalada enflaquece en el pecho del hombre, no solamente el valor, pero hasta las necesarias y puras afecciones de libertad y patria.
Ello es cierto que los que viven hasta el cuello en el dulce mar de la dicha, no son los campeones más temibles en las luchas de Belona; pero hay cordiales tan poderosos, que levantan el corazón y llenan el pecho de generosidad y nobleza.
Sabido es que un conquistador se valió del lujo y los placeres para corromper y envilecer a un gran pueblo a quien temía; pero cuando la corrupción y el envilecimiento no han llegado a la médula de los huesos, siempre hay remedio.
Los peruanos tienen fama de ser gente de alegre y buen vivir, de adorar la diosa de Pafos algo más de lo que conviene a la austeridad del filósofo; pero si no se crían para santos, nos han hecho ver que no llevan la túnica de los lidios, ni los humos del placer estragan sus espíritus.
Livianos, risueños, alegres en el seno de la paz; ardorosos, esforzados, valientes en la guerra: tal vez ellos son los más cuerdos.
 Vivir pobres, abatidos, taciturnos, cultivando por la fuerza algunas virtudes, por falta de comodidad para beneficiar los vicios, y morir insignificantes, si es sabiduría es sabiduría necia e infeliz.
No creo que pueblo lo sea más que aquel donde el tiranuelo madruga todos los días a comulgar; donde los ministros de Estado, los generales del ejército se postran como viles ante un fantasma tras cuyo hábito se está riendo Satanás; donde a los habitantes les prohíben salir de noche en las ciudades; donde comisan los esbirros y destruyen los instrumentos de música,  esta amable civilizadora de los pueblos; donde el amor, siquiera inocente y justamente interesado, tiene mil espías que le entregan al verdugo; donde la verdad es imposible, porque la hipocresía es la premiada; donde el valor se extingue con los nobles sentimientos del ánimo; donde la charretera, la mitra, la toga están sujetas al azote; donde una barbarie infame, cual excremencia pútrida, ha brotado en el bello cuerpo de la civilización americana con síntomas de incurable.
¿Qué decís de un pueblo donde se arrastra por las canas a un anciano prócer de la independencia, un general envejecido en la guerra de la libertad; se le echa en el suelo y se le azota?
¿Qué decís de un pueblo donde los militar es sostienen a capa y espada al hombre que los prostituye, los envilece, los enloda azotándoles sus generales?
 ¡Y esos miserables cargan charretera!
¡Y esos cobardes ciñen espada!
Soldados sin pundonor, son bandidos que están echados al saqueo perpetuo en la nación: soldados sin valor ni vergüenza, son verdugos que gozan de buena renta, y nada más.
 El valor, el punto militar en el soldado; sin estas prendas, los que así se llaman son la canalla, son la lepra de la asociación civil.
¿Qué decís, qué decís de un pueblo donde la revolución ha venido a ser imposible, por falta de ambición en los militares?
Digo ambición, porque justicia, patriotismo, amor a la libertad son virtudes enterradas en el cieno ha muchos años.
Mas la ambición que suele animar hasta los pequeños; la ambición, vicio o virtud inherente en Sud América a la clase militar; la ambición, que así como a las veces estraga el orden justo y bien establecido, salva otras la república derribando a los tiranos; la ambición, pues ni la ambición halla cabida en el pecho de esos militares.
 ¡Militares!
 ¿Qué ambición en el del esbirro?
 ¿Qué ambición en el del verdugo?
La soga es su arma, el patíbulo el altar donde piden a su dios por sus semejantes: que comer, que beber, honra y gloria de esos héroes.
Incapacidad, no tanto; vergüenza los retrae; tienen la virtud de la vergüenza.
¡Ellos! Temen que en el palacio, si por descuido vuelven la espalda, el cuerpo diplomático les descubra tras la casaca las cicatrices, las huellas largas y coloradas  del azote.
 ¿Cómo han de ser ambiciosos? basta con que sean codiciosos: el dinero su profesión, el sueldo su honra, la servidumbre su deber.
 ¡Y cargan charretera, y ciñen espada los felones!
«Venid, general Petitt, que yo abrace en vos a todo el ejército».
Abrazando al general, abraza uno al ejército; azotando al general, azota al ejército.
¿Qué decís de soldados, de oficiales que azotan a su general de orden de un despreciable leguleyo, y se confiesan y comulgan porque éste se lo manda?
¡Y cargan charretera, y ciñen espada esos carirraídos, cuando la escoba se deshonraría en sus manos!
 Si alguno siente encendérsele el rostro a estas palabras, no de ira, no de venganza, mas antes de vergüenza, le pongo fuera de mis recriminaciones, las cuales no se dirigen a los buenos sino a los malos, no a los hombres de pundonor sino a los infames.
 Nunca es tarde para el bien, amigos, y siempre es tiempo oportuno para recomendarnos a nuestros semejantes con acciones dignas de memoria.
Ni el exceso de la austeridad sincera, filosófica presta para la felicidad de las naciones; de la hipocresía, ¿qué diremos?
 ¡Qué de impiedades atrás de la falsa devoción!
 ¡Qué de mentiras en el seno de la verdad simulada!
¡Qué de pecados, qué de delitos, qué de crímenes debajo del sórdido manto de las virtudes fingidas!
 ¿Cuál es el peor enemigo de los pueblos?
El fanatismo.
¿Cuál es el peor de los tiranos?
El que vive con el demonio, y a nombre de Dios sirve a la mesa del infierno.
 ¿Cuál es la más desgraciada de las naciones?
No la que no puede, sino la que no desea libertarse.
Dije que ni el exceso de la austeridad sincera, filosófica, prestaba mucho para la felicidad de la república y lo sostengo.
 No creo que pueblo haya vivido en ningún tiempo vida más triste que el de Esparta: virtud montaraz, virtud selvática.
Para dar la ley a la Grecia, los atenienses no necesitaron convertirse en osos del polo.
Si los franceses vivieran al pie del confesor, dando de comer al diablo; si anduvieran la lengua afuera de iglesia en iglesia hartándose de pan sin levadura por la mañana, y cenando en secreto con el dios Príapo; si no osaran levantar los ojos, y su paso fuera el de tristes sombras que acarrean en el pecho un  dolor incurable, el dolor de la hipocresía, que es horrible enfermedad; si los franceses fueran este pueblo, no irían con la frente radiosa, a noble paso, adelante de las naciones civilizadas, aun después de vencidos.
Luis Venillot  ayuna, se confiesa y comulga, es cierto; pero aun a él ya le hicieron entregar su delantal al papa.
Yo pienso que Loyola no es bueno para emperador, rey ni presidente: si está en el cielo, ¿a qué otra cosa aspira?
Hablando estaba yo de los peruanos: ah, sí, este pueblo se ha ennoblecido grandemente; ni teme a invasores, ni sufre tiranuelos; y aunque se va con Elena, se halla presente a la lista.
 Alcibíades adora a Marte y Citerea.
 Después de un dos de mayo, ¿quién tan injusto que los sindique de cobardes?
 Los peruanos tienen su flor en la corona de Junín; los peruanos con Miller; los argentinos con Necochea; y esta alhaja desmedida adorna las sienes de Bolívar.
 La batalla de Ayacucho puso fin a la guerra de la emancipación en Sur América: ¡gloria a Dios ya somos libres!


Fundadas dos naciones en el Perú, tornó Bolívar a Colombia: el reinado de los favores había concluido, principió el de la ingratitud.
Cuando su espada no fue necesaria vino su poder en disminución, y tanto subieron de punto la envidia y la maldad, que apenas hubo quien no acometiese a desconocerle e insultarle.
Y cinco repúblicas estaban ahí declarando deber la existencia al hombre a quien con descaro inaudito llamaban monarquista los demagogos de mala fe, y tachaban de aspirar a la corona.
Valor, talento, brazo fuerte y alma grande, pero ambición y tiranía: ¡aquí de Bruto! ¡Aquí de Casio! Me parece estar viendo a los sacerdotes de Osiris cuando llevan al dios Apis a ahogarle con gran pompa en el Nilo, apasionados por el mismo Genio que sacrificaban.
 Si los españoles volvieran entonces y entraran por fuerza de armas la República, los ingratos compatriotas de Bolívar le llamaran, y él no los oyera; fueran a buscarle, y no le hallaran.
Los grandes dolores propenden a la tumba; los   hay tan fuera de medida, que con ser vastas las entrañas de ese refugio insondable, rebosan en ellas, y sus senos repiten sordamente los gemidos de los desgraciados grandes.
La posteridad toma a su cargo el resarcir esos quebrantos; pero lo padecido ni la gloria lo borra.
 Hombres ciegos, hombres ingratos que habéis desconocido y escarnecido a vuestro libertador, si en los confines de la eternidad encontráis la sombra del padre de la patria, allí será el bajar la vista y el caer de rodillas ante ese grande espectro.
Bárbaros hay todavía que escarizan sus llagas, horadando el sepulcro, escarbando sus entrañas: si el héroe lo sintiese, la eternidad temblaría a esos gemidos, como la mar temblaba a los ayes de Filoctetes.
Nueva ocasión, y grande, de admirar lo avieso de la naturaleza humana; siendo es que mirando cómo se extrema la ingratitud en este caso, la cólera nos gana primero que la maravilla. Semejantes a Pherón, tiran sobre los dioses, pero pierden la vista.
Su espada, la del gran hijo del Nuevo Mundo, como la maza de Hércules, da de sí un olor pungente que ahuyenta a los perros y las moscas: también este héroe ha sacrificado al dios Miagro.
 Ninguna ave siniestra se atreve a volar sobre su tumba, porque cae muerta como las que pasaban por sobre la de Aquiles.
 Calyetenes dice que el mar de Pánfila se agachó para adorar a Alejandro; Olmedo quiere que el Chimborazo haga la propia demostración con un mosquito:

         Rey de los Andes, la ardua frente inclina,             
            Que pasa el vencedor.                  

Esta cláusula tan bien rota conviniera a la grandeza de Bolívar, antes que al jefe hiperbóreo que pasaba caballero en un chivo a destruir los huevos de grulla.
 ¿Y al que saludaran humildes los montes y los mares, no hemos de venerar nosotros?
«No, porque quiso hacerse rey».
Los augures anunciaron a Genucio Cipo que si entraba en Roma sería rey.
Genucio torció el camino y se desterró de Roma para siempre. Bolívar hubiera  hecho lo propio: un libertador no desciende a la condición de simple monarca.
Este Simón de Montfort que junto con sus barones de fierro había echado los cimientos de la libertad, no podía destruirla cuando estaba fundada.
La envidia es musa aleve, inspira iniquidades; o digamos más bien, es arpía que se echa sobre la buena fama y las virtudes: la ingratitud es manceba del demonio.
Seamos como la estatua de Memnón que herida por los rayos del sol en el desierto, da de sí un suspiro melodioso, certificando de este modo los misterios de la luz: dejémonos herir por los destellos de la verdad, y oiremos en lo profundo del pecho un son vago, embelesante que nos haga sospechar la música del cielo.
 Verdad, justicia y gratitud componen un instrumento celestial, cuya armonía deleita aun a los seres inmortales.

A orillas del Atlántico, en quinta solitaria se halla tendido un hombre en lecho casi humilde: poca gente, poco ruido.
El mar da sus chasquidos estrellándose contra las peñas, o gime como sombra cuando sus ondas se apagan en la arena.
 Algunos árboles obscuros alrededor de la casa parecen los dolientes; los dolientes, pues ese hombre se muere.
¿Quién es?
 Simón Bolívar, libertador de Colombia y del Perú.
 ¿Y el libertador de tantos pueblos agoniza en ese desamparo?
¿Dónde los embajadores, dónde los comisionados que rodeen el lecho de ese varón insigne?
Ese varón insigne es proscrito a quien cualquier perdido puede quitar la vida; su patria lo ha decretado.
¡Me siento convertir en un dios! exclama Vespasiano cuando rendía el aliento: Bolívar rindió el aliento y se convirtió en un dios.
 El espíritu que se liberta de la carne y se hunde en el abismo de la inmortalidad, se convierte en dios: abismo luminoso, glorioso, infinito: allí está Bolívar.
El puñal no sube al cielo a perseguir a nadie.
Murió Bolívar casi en la necesidad, rasgo indispensable a su grandeza.
Manio Curio, Fabricio, Emilio Paulo murieron indigentes: Régulo, si no araba con su mano su pegujalito, no podía mantener a su familia; y Mumio nada tomó para sí de los tesoros inagotables de Corinto.
Arístides, el más justo; Epaminondas, el mayor de los griegos, no dejaron con qué se los enterrase, y  habían vencido reyes en pro de la libertad.
Las riquezas son como un desdoro en los hombres que nacen para lo alto, viven para lo bueno, y mueren dejando el mundo lleno de su gloria.
 La codicia no es achaque de hombres grandes, puesto que la ambición no deja de inquietarlos con sus ennoblecedoras comezones: enfermedad agradable por lo que tiene de voluptuoso; temible, si no la suaviza la cordura.
Si Bolívar hubiera sido naturalmente ambicioso, su juicio recto, su pulso admirable, su magnanimidad incorrupta le hubieran hecho volver el pensamiento a cosas de más tomo que una ruin corona, la cual, con ser ruin, le habría despedazado la cabeza.
Rey es cualquier hijo de la fortuna; conquistador es cualquier fuerte; libertadores son los enviados de la Providencia.
 Tanto vale un hombre superior y bienintencionado, que no conocerle es desgracia; combatirle conociéndole, malicia imperdonable.
Los enemigos de Bolívar desaparecen de día en día sin dejar herederos de sus odios: dentro de mil años su figura será mayor y más resplandeciente que la de Julio César, héroe casi fabuloso, abultado con la fama, ungido por los siglos.