PARTE 6.-
Un día subió un niño a las alturas del Pichincha: niño
es, y sabe ya en donde está, y tiene la cabeza y el pecho llenos de la batalla.
El
monte en las nubes, con su rebozo de nieblas hasta la cintura: gigante
enmascarado, causa miedo.
La ciudad de Quito, a sus pies, echa al cielo
sus mil torres: las verdes colinas de esta linda ciudad, frescas y donosas, la
circunvalan cual muros gigantescos de esmeralda, puestas como al descuido en su
ancho cinturón.
Roma,
la ciudad de las colinas, no las tiene ni más bellas, ni en más número.
Un
ruido llega apenas a la altura, confuso, vago, fantástico, ese ruido compuesto
de mil ruidos, esa voz compuesta de mil voces que sale y se levanta de las
grandes poblaciones.
El
retintín de la campana, el golpe del martillo, el relincho del caballo, el
ladrido del perro, el chirrío de los carros, y mil ayes que no sabe uno de
donde proceden, suspiros de sombras, arrojados acaso por el hambre de su
aposento sin hogar, y subidos a lo alto a mezclarse con las risas del placer y
corromperlas con su melancolía.
El
niño oía, oía con los ojos, oía con el alma, oía el silencio, como está dicho
en la Escritura; oía el pasado, oía la batalla.
¿En
dónde estaba Sucre?
Tal
vez aquí, en este sitio mismo, sobre este verde peldaño; pasó por allí, corrió
por más allá, y al fin se disparó por ese lado tras los españoles fugitivos.
Echó
de ver un hueso blanco el niño, hueso medio oculto entre la grama y las
florecillas silvestres; se fue para él y lo tomó: ¿será de uno de los
realistas?
¿Será de uno de los patriotas?
¿Es
hueso santo o maldito?
¡Niño!
no digas eso: hombres malditos puede haber; huesos malditos no hay.
Sabe
que la muerte, con ser helada, es fuego que purifica el cuerpo; primero lo
corrompe, lo descompone, lo disuelve; después le quita el mal olor, lo depura;
los huesos de los muertos, desaguados por la lluvia, labrados por el aire,
pulidos por la mano del tiempo, son despojos del género humano; de este ni de
ese hombre, no; los de nuestros enemigos no son huesos enemigos; restos son de
nuestros semejantes.
Niño,
no lo arrojes con desdén.
Pero
se engañaba ese infantil averiguador de las cosas de la tumba: los huesos de
nuestros padres muertos en Pichincha son ya gaje de la nada: el polvo mismo
tomó una forma más sutil, se convirtió en espíritu, desapareció, y está
depositado en la ánfora invisible en que la eternidad recoge los del género
humano.
Hubiera
convenido que ese niño, que no debió de ser como los otros, hallase en el campo
de batalla una columna en la cual pudiese leer las circunstancias principales
de ese gran acontecimiento.
¿En
dónde está Bolívar?
El
es, allí le veo, al frente de un ejército resplandeciente.
Estos
no son como los que traspusieron los Andes, sombras y espectros taciturnos,
sino robustos cazadores del Señor que siguen la pista al león de Iberia y
llevan en el ánimo cogerle vivo o muerto, aun en los confines de la tierra.
Pero
el león no huye: en su sitio los espera, los ojos encendidos, inflada la greña,
las fauces echando espuma y azotándose los ijares con la cola.
Latorre
manda las huestes españolas; con él están los jefes de más renombre en la
campaña, los soldados de Boves, vencedores de la Puerta.
Pero
los libres son regidos por Bolívar, y esta prenda de victoria les comunica el brío que han menester para conflicto tan
grandioso.
Las
alturas han sido tomadas por el enemigo; los cañones, hablando a nombre del rey
de España, cierran el paso a los patriotas; las gargantas que desembocan en la
llanura están obstruidas, e infantería y caballería en ordenación de batalla
esperan cuando han de dar sobre ellas los soldados de Bolívar.
¿Por dónde las acometen?
¿Por cuál lado las hieren?
Todo
está defendido, y habrán de caer por miles ante las bocas de fuego, primero que
rompan por el valle.
¿Quién
se muestra de improviso por el flanco derecho, por donde a nadie se esperaba, y
sacude la melena en ademán de amenazar?
¡Oh Dios! es el más terrible de los enemigos,
el más temido, ese hijo de la Tierra que en las Queseras del Medio la había
hartado a España de sangre de sus propios hijos.
Los
valientes del Apure han desembocado en la planicie, comienza la pelea: los
republicanos mueren, son uno contra ciento, ceden el campo, ¿ceder? eso sería
donde no llegasen los hijos de Albión, hijos de una vieja monarquía que
combaten por una joven república.
¡Y qué combatir, señor!
Hincada la rodilla en tierra, cual si adorasen
al dios de las batallas, impávidos e inmóviles, tiran sobre el enemigo, quitan
cien vidas y caen ellos mismos muertos en esa postura reverente.
Minchin,
héroe esclarecido, tu nombre constaba ya en los registros de la patria, y compareces
nuevamente a dar más estrépito a tu fama; Minchin, noble extranjero, ya no eres
extranjero sino hijo de Colombia por tu amor hacia ella y tus proezas; Minchin,
y tú, Famior heroico, en vosotros saludamos a todos esos ingleses invencibles
que tan larga parte tuvieron en las batallas más gloriosas de la independencia,
en Boyacá, en Carabobo.
Salud, hijos de Albión, Legión Británica,
cuyos huesos fecundan nuestros campos, cuyo espíritu se confunde en la
eternidad con el de nuestros propios héroes.
Las
españoles cargan con ímpetu redoblado, se echan sobre los libres en numerosos
batallones, bastantes para abrumarlos con el peso, aun sin las armas; y de
hecho los abruman.
Pero
llega Heres, y la victoria le vuelve la espalda al enemigo; llega Muñoz, llega
Rondón, llega Arismendi, llega Silva;
¿cuántos más llegan?
Los
Tiradores de la Guardia, los Granaderos de a caballo hacen prodigios; Marte
obra sus milagros por el brazo de esos titanes que matan dos a cada golpe.
¡Los Rifles!
¿dónde
están los Rifles? allí vienen; ¿quién arrostra con esos batalladores fieros,
esos que olvidan la cartuchera, a bayoneta calada se van para el centro de los
enemigos batallones, y a diestro y siniestro los hieren, los acuchillan, los
derriban, pisan sobre ellos y siguen el alcance a los fugitivos?
Bolívar manda: la espada en alto, la voz
resonante, vuela en su caballo tempestuoso, y ora está aquí, ora allí, siempre
donde muestra preponderar el enemigo: su alma se derrama sobre todo aquel
espacio, y en llamas invisibles envuelve a los combatientes, que dominados
avanzan por encanto sobre el fuego.
Páez,
brazo de la muerte, como Fergo, no sosiega; se echa en lo más espeso de la
riña, mata a un lado y a otro, su espada se abre paso, y deja rotas y turbadas
las líneas enemigas.
Bolívar la cabeza, Páez el brazo de la guerra.
¿Adónde huyes,
adónde arrastras a tus cuitadas huestes, miserable?
Te conozco: esa
cara tinta en sangre, y no la de la batalla; esos ojos espantados; esa
cabellera erizada; esa mano trémula, cuya arma verdadera es la larga uña; esa
rapidez con que huyes hacia el Pao me dicen que eres Morales, el cobarde, el
sanguinario Morales, deshonor de los valientes de la madre patria, infamia de
la guerra.
Boves
no hubiera huido, Morales huye; Boves era valeroso, Morales nada más que
robador y asesino.
Huye, huye veloz que si te alcanzan, la cuerda
te espera, no la bala.
Zuázola
muere en la horca, ¿no lo sabes?
Victoria
grande que nos trajo en su seno una grande pesadumbre: murió Cedeño, «el bravo de los
bravos de Colombia»; murió consumado el triunfo, murió en los brazos de este
fiel amigo suyo.
Habíase vencido, ¿qué quería el bravo de los
bravos? Valencey se retiraba en buena formación haciendo frente al enemigo,
rechazando las cargas de los jinetes americanos: Cedeño no lo pudo sufrir; y
cuando ciego de valor y valentía se echó a romperlo y desbaratarlo él solo,
cayó con cien heridas de la cumbre de la
gloria.
Preciso
era que el pundonor de España se salvase siquiera en un cuerpo de su ejército,
ese pelotón de héroes que se defendió de firme hasta cuando la Cordillera le amparase.
Al
Valencey nadie le pudo: Latorre fue vencido, pero este cuerpo salió intacto a
fuerza de serenidad y pericia: tan pronto era rompido como volvía a su
formación: falange inmortal dejó la victoria en el campo; el honor, salió con
ella: estos son los soldados.
Y
tú, difunto fiero, que yaces boca arriba ¿quién eres?
Plaza, invicto
Plaza, tú también ganaste la palma del triunfo y la del cielo al propio tiempo.
¡Cuán
terrible estás aún sin la vida!
Valor,
coraje, ímpetu de la sangre, todo se ve en tu rostro, donde fulgura la belleza
de la guerra, esa belleza terrible que hace temblar a los cobardes.
Muere, amigo: si en las obscuras entrañas de
la nada se pierden los cuerpos de los héroes, sus nombres quedan grabados para
siempre en el alma de los que viven, y esta herencia se transmite a las
generaciones más remotas enriqueciendo a los hijos de los hijos.
Con
esta jornada se echó punto final a las grandes batallas que de poder a poder se
dieron en Venezuela realistas y republicanos, y desde entonces fue cuesta abajo
la resistencia de los españoles en América, hasta cuando en Ayacucho declararon
no poder más.
No
quedaban sino algunas plazas fuertes; mas Puerto Cabello no podía ser
impedimento para la constitución de la República, y el guerrero comparece ante
los mejores hijos de esta joven madre a dar cuenta de la terminación de su
grande obra.
La libertad estaba conquistada, la emancipación
asegurada: un pueblo salía del abismo de la esclavitud sacudiéndose las
sombras, y con alta frente y paso firme ganaba un asiento entre los libres y
civilizados de la tierra.
Las
cadenas, en pedazos, fueron echadas al mar; sus fragmentos desmedidos resonaron
en sus obscuras profundidades ahuyentando a los monstruos de la naturaleza y
hasta el callo que deja el yugo se ha disuelto en el cuello de las naciones
redimidas.
Pero Bolívar tiene aún que hacer: su espada no
va a suspenderse en el templo de la gloria, pues mientras hay en el Nuevo
Mundo un pueblo esclavo, su tarea no se
ha concluido, y él dice en su ánimo lo que el poeta ha de expresar después en
el dístico memorable:
Mientras haya que hacer nada hemos
hecho.
¿En
dónde está Bolívar?
Él
es, allí le veo: la sombra imperial de Huaina Capac se le aparece en las nubes,
y le dice que se ha de cumplir su profecía: él ha leído en el libro de las
disposiciones eternas que el país de los Incas será libertado por un gran hijo
del sol, vengada la memoria de sus descendientes.
Bolívar
deja su patria: Chimborazo queda a sus espaldas, se echa al mar, desaparece por
el mundo.
¿En
dónde está Bolívar?
Él
es, allí le veo: con el rayo en la mano amenaza a los opresores del pueblo en
cuyo auxilio ha volado en las de la victoria; Junín mira allí resplandeciente
al padre de Colombia.
El
combate es a caballo; cada jinete monta uno digno de un emperador, corcel
egregio que pide la batalla con ese resoplar y ese manotear que llenan el campo
de marcial bullicio.
La
barba le incomoda, trae limpios y sueltos los miembros, sin más adorno que la
testera de grana, ni más resguardo que la herradura.
No
sale de la línea, porque en medio de su fogosidad es obediente; pero allí se
mueve, levanta el brazo en curva amenazante, extiéndelo con fuerza sobre el
suelo repetidas veces, gime la tierra a la presión de ese loco martillo.
En
inquietud colérica, vuelve los ojos a un lado y a otro; el vaivén de su cuello
recogido indica que algo le irrita y le urge los espíritus.
Le
tiembla el vasto pecho, recoge el cuerpo, tira el freno y quiere dispararse a
beberse los espacios.
Canterac, ufano de sus escuadrones
invencibles, alto y soberbio, recorre sus líneas, les habla de la madre patria,
del honor de las armas castellanas: suya es la victoria.
Esos
valientes son terribles a la vista, irresistibles al encuentro: un ancho fiador
de piel de oso les sujeta el morrión, simulando una espantosa barba; erizado el
bigote, parece en ellos el símbolo del valor enfurecido: ninguno siente miedo.
Frente
por frente la hueste republicana no muestra aspecto más humilde: con su mirar
de águila el terrible llanero señala para la muerte a tal o cual enemigo.
La
vaina del sable cuelga larga y resonante de un talabarte de cuero blanqueado;
la hoja está al hombro; la lanza, con el regatón en la cuja, se halla lista
para ponerse en ristre.
Hablan
los jefes, rompen el aire los clarines: a espuela batida los caballos, los
enemigos escuadrones entran hasta ponerse rostro a rostro, y en ademán de acometer,
déjanse estar un buen espacio en fiera y muda contemplación callando las
espadas.
¿Qué
ideas hierven en ese instante en la cabeza de esos hombres que van a quitarse
la vida?
¿Qué afectos en esos feroces corazones?
Brown,
noble teutón que combate por la república, rompe la batalla con un bote de
lanza tal, que trae al suelo en lastimosa descabalgadura al jinete su
contrario, un ibero desemejable que con la vista le estaba retando a la pelea.
Es
fama que no se oyó sino un tiro de pistola en esta acción, donde obraron el
sable y la lanza puramente.
Hasta
ahora se oye ese chischás que horripila, ese gemir irritada la cuchilla
afanándose más y más sobre el mísero cuerpo humano.
Alanceáronse y matáronse muy a su sabor los
dos ejércitos, hasta cuando los españoles tuvieron por más cristiano ponerse en
cobro, atrás los colombianos sacándoles los bofes por el vientre en la punta de
la hoja que comparece una tercia por delante.
Sangre corrió ese día: Miller, Necochea, Lamar,
Laurencio Silva mostraron puesto en su punto, bien así el denuedo como el
esfuerzo del pecho americano.
Miller
guiaba a los hijos del Perú, y nada tuvo que hacer en el ánimo de ellos para
verlos impávidos en el recibir al enemigo, terribles en el acometerle.
¿Son esos los garzones delicados
Entre
seda y aromas arrullados?
¿Los
hijos del placer son esos fieros?
Sí,
que ni los halagos de la beldad de Sciros envilecen a Aquiles, ni los encantos
de Armida contienen a Reinaldo: la guerra tiene también su seducción, y muchas veces
sus incentivos son tales, que nada pueden suspiros ni lágrimas de hermosas
contra esa cruda rival que les arrebata sus adoradas prendas.
Los hijos del placer, los muelles habitantes
del Perú desmintieron entonces, y han vuelto a desmentir en ocasión no menos
grave, la sentencia del ferrarés.
La terra molle, e lista, e dilettosa
Simile
á se gli abitator produce...
Dando
a entender que la vida regalada enflaquece en el pecho del hombre, no solamente
el valor, pero hasta las necesarias y puras afecciones de libertad y patria.
Ello
es cierto que los que viven hasta el cuello en el dulce mar de la dicha, no son
los campeones más temibles en las luchas de Belona; pero hay cordiales tan
poderosos, que levantan el corazón y llenan el pecho de generosidad y nobleza.
Sabido
es que un conquistador se valió del lujo y los placeres para corromper y
envilecer a un gran pueblo a quien temía; pero cuando la corrupción y el
envilecimiento no han llegado a la médula de los huesos, siempre hay remedio.
Los
peruanos tienen fama de ser gente de alegre y buen vivir, de adorar la diosa de
Pafos algo más de lo que conviene a la austeridad del filósofo; pero si no se
crían para santos, nos han hecho ver que no llevan la túnica de los lidios, ni
los humos del placer estragan sus espíritus.
Livianos,
risueños, alegres en el seno de la paz; ardorosos, esforzados, valientes en la
guerra: tal vez ellos son los más cuerdos.
Vivir pobres, abatidos, taciturnos, cultivando
por la fuerza algunas virtudes, por falta de comodidad para beneficiar los
vicios, y morir insignificantes, si es sabiduría es sabiduría necia e infeliz.
No
creo que pueblo lo sea más que aquel donde el tiranuelo madruga todos los días
a comulgar; donde los ministros de Estado, los generales del ejército se
postran como viles ante un fantasma tras cuyo hábito se está riendo Satanás;
donde a los habitantes les prohíben salir de noche en las ciudades; donde
comisan los esbirros y destruyen los instrumentos de música, esta amable civilizadora de los pueblos;
donde el amor, siquiera inocente y justamente interesado, tiene mil espías que
le entregan al verdugo; donde la verdad es imposible, porque la hipocresía es
la premiada; donde el valor se extingue con los nobles sentimientos del ánimo;
donde la charretera, la mitra, la toga están sujetas al azote; donde una
barbarie infame, cual excremencia pútrida, ha brotado en el bello cuerpo de la
civilización americana con síntomas de incurable.
¿Qué
decís de un pueblo donde se arrastra por las canas a un anciano prócer de la
independencia, un general envejecido en la guerra de la libertad; se le echa en
el suelo y se le azota?
¿Qué
decís de un pueblo donde los militar es sostienen a capa y espada al hombre que
los prostituye, los envilece, los enloda azotándoles sus generales?
¡Y esos miserables cargan charretera!
¡Y
esos cobardes ciñen espada!
Soldados
sin pundonor, son bandidos que están echados al saqueo perpetuo en la nación:
soldados sin valor ni vergüenza, son verdugos que gozan de buena renta, y nada
más.
El valor, el punto militar en el soldado; sin
estas prendas, los que así se llaman son la canalla, son la lepra de la
asociación civil.
¿Qué
decís, qué decís de un pueblo donde la revolución ha venido a ser imposible,
por falta de ambición en los militares?
Digo
ambición, porque justicia, patriotismo, amor a la libertad son virtudes
enterradas en el cieno ha muchos años.
Mas
la ambición que suele animar hasta los pequeños; la ambición, vicio o virtud
inherente en Sud América a la clase militar; la ambición, que así como a las
veces estraga el orden justo y bien establecido, salva otras la república
derribando a los tiranos; la ambición, pues ni la ambición halla cabida en el
pecho de esos militares.
¡Militares!
¿Qué ambición en el del esbirro?
¿Qué ambición en el del verdugo?
La
soga es su arma, el patíbulo el altar donde piden a su dios por sus semejantes:
que comer, que beber, honra y gloria de esos héroes.
Incapacidad,
no tanto; vergüenza los retrae; tienen la virtud de la vergüenza.
¡Ellos!
Temen que en el palacio, si por descuido vuelven la espalda, el cuerpo
diplomático les descubra tras la casaca las cicatrices, las huellas largas y coloradas del azote.
¿Cómo han de ser ambiciosos? basta con que
sean codiciosos: el dinero su profesión, el sueldo su honra, la servidumbre su
deber.
¡Y cargan charretera, y ciñen espada los
felones!
«Venid,
general Petitt, que yo abrace en vos a todo el ejército».
Abrazando
al general, abraza uno al ejército; azotando al general, azota al ejército.
¿Qué
decís de soldados, de oficiales que azotan a su general de orden de un
despreciable leguleyo, y se confiesan y comulgan porque éste se lo manda?
¡Y
cargan charretera, y ciñen espada esos carirraídos, cuando la escoba se
deshonraría en sus manos!
Si alguno siente encendérsele el rostro a
estas palabras, no de ira, no de venganza, mas antes de vergüenza, le pongo
fuera de mis recriminaciones, las cuales no se dirigen a los buenos sino a los
malos, no a los hombres de pundonor sino a los infames.
Nunca es tarde para el bien, amigos, y siempre
es tiempo oportuno para recomendarnos a nuestros semejantes con acciones dignas
de memoria.
Ni
el exceso de la austeridad sincera, filosófica presta para la felicidad de las
naciones; de la hipocresía, ¿qué diremos?
¡Qué de impiedades atrás de la falsa devoción!
¡Qué de mentiras en el seno de la verdad
simulada!
¡Qué
de pecados, qué de delitos, qué de crímenes debajo del sórdido manto de las
virtudes fingidas!
¿Cuál es el peor enemigo de los pueblos?
El
fanatismo.
¿Cuál
es el peor de los tiranos?
El
que vive con el demonio, y a nombre de Dios sirve a la mesa del infierno.
¿Cuál es la más desgraciada de las naciones?
No
la que no puede, sino la que no desea libertarse.
Dije
que ni el exceso de la austeridad sincera, filosófica, prestaba mucho para la
felicidad de la república y lo sostengo.
No creo que pueblo haya vivido en ningún
tiempo vida más triste que el de Esparta: virtud montaraz, virtud selvática.
Para
dar la ley a la Grecia, los atenienses no necesitaron convertirse en osos del
polo.
Si
los franceses vivieran al pie del confesor, dando de comer al diablo; si
anduvieran la lengua afuera de iglesia en iglesia hartándose de pan sin
levadura por la mañana, y cenando en secreto con el dios Príapo; si no osaran
levantar los ojos, y su paso fuera el de tristes sombras que acarrean en el
pecho un dolor incurable, el dolor de la
hipocresía, que es horrible enfermedad; si los franceses fueran este pueblo, no
irían con la frente radiosa, a noble paso, adelante de las naciones
civilizadas, aun después de vencidos.
Luis
Venillot ayuna, se confiesa y comulga,
es cierto; pero aun a él ya le hicieron entregar su delantal al papa.
Yo
pienso que Loyola no es bueno para emperador, rey ni presidente: si está en el
cielo, ¿a qué otra cosa aspira?
Hablando
estaba yo de los peruanos: ah, sí, este pueblo se ha ennoblecido grandemente;
ni teme a invasores, ni sufre tiranuelos; y aunque se va con Elena, se halla
presente a la lista.
Alcibíades adora a Marte y Citerea.
Después de un dos de mayo, ¿quién tan injusto
que los sindique de cobardes?
Los peruanos tienen su flor en la corona de
Junín; los peruanos con Miller; los argentinos con Necochea; y esta alhaja
desmedida adorna las sienes de Bolívar.
La batalla de Ayacucho puso fin a la guerra de
la emancipación en Sur América: ¡gloria a Dios ya somos libres!
Fundadas
dos naciones en el Perú, tornó Bolívar a Colombia: el reinado de los favores
había concluido, principió el de la ingratitud.
Cuando
su espada no fue necesaria vino su poder en disminución, y tanto subieron de
punto la envidia y la maldad, que apenas hubo quien no acometiese a
desconocerle e insultarle.
Y
cinco repúblicas estaban ahí declarando deber la existencia al hombre a quien
con descaro inaudito llamaban monarquista los demagogos de mala fe, y tachaban
de aspirar a la corona.
Valor,
talento, brazo fuerte y alma grande, pero ambición y tiranía: ¡aquí de Bruto! ¡Aquí
de Casio! Me parece estar viendo a los sacerdotes de Osiris cuando llevan al
dios Apis a ahogarle con gran pompa en el Nilo, apasionados por el mismo Genio
que sacrificaban.
Si los españoles volvieran entonces y entraran
por fuerza de armas la República, los ingratos compatriotas de Bolívar le
llamaran, y él no los oyera; fueran a buscarle, y no le hallaran.
Los
grandes dolores propenden a la tumba; los
hay tan fuera de medida, que con ser vastas las entrañas de ese refugio
insondable, rebosan en ellas, y sus senos repiten sordamente los gemidos de los
desgraciados grandes.
La
posteridad toma a su cargo el resarcir esos quebrantos; pero lo padecido ni la
gloria lo borra.
Hombres ciegos, hombres ingratos que habéis
desconocido y escarnecido a vuestro libertador, si en los confines de la
eternidad encontráis la sombra del padre de la patria, allí será el bajar la
vista y el caer de rodillas ante ese grande espectro.
Bárbaros
hay todavía que escarizan sus llagas, horadando el sepulcro, escarbando sus
entrañas: si el héroe lo sintiese, la eternidad temblaría a esos gemidos, como
la mar temblaba a los ayes de Filoctetes.
Nueva
ocasión, y grande, de admirar lo avieso de la naturaleza humana; siendo es que
mirando cómo se extrema la ingratitud en este caso, la cólera nos gana primero
que la maravilla. Semejantes a Pherón, tiran sobre los dioses, pero pierden la
vista.
Su
espada, la del gran hijo del Nuevo Mundo, como la maza de Hércules, da de sí un
olor pungente que ahuyenta a los perros y las moscas: también este héroe ha
sacrificado al dios Miagro.
Ninguna ave siniestra se atreve a volar sobre
su tumba, porque cae muerta como las que pasaban por sobre la de Aquiles.
Calyetenes dice que el mar de Pánfila se
agachó para adorar a Alejandro; Olmedo quiere que el Chimborazo haga la propia
demostración con un mosquito:
Rey de los Andes, la ardua frente inclina,
Que
pasa el vencedor.
Esta
cláusula tan bien rota conviniera a la grandeza de Bolívar, antes que al jefe
hiperbóreo que pasaba caballero en un chivo a destruir los huevos de grulla.
¿Y al que saludaran humildes los montes y los
mares, no hemos de venerar nosotros?
«No,
porque quiso hacerse rey».
Los
augures anunciaron a Genucio Cipo que si entraba en Roma sería rey.
Genucio
torció el camino y se desterró de Roma para siempre. Bolívar hubiera hecho lo propio: un libertador no desciende a
la condición de simple monarca.
Este
Simón de Montfort que junto con sus barones de fierro había echado los
cimientos de la libertad, no podía destruirla cuando estaba fundada.
La
envidia es musa aleve, inspira iniquidades; o digamos más bien, es arpía que se
echa sobre la buena fama y las virtudes: la ingratitud es manceba del demonio.
Seamos
como la estatua de Memnón que herida por los rayos del sol en el desierto, da
de sí un suspiro melodioso, certificando de este modo los misterios de la luz:
dejémonos herir por los destellos de la verdad, y oiremos en lo profundo del
pecho un son vago, embelesante que nos haga sospechar la música del cielo.
Verdad, justicia y gratitud componen un
instrumento celestial, cuya armonía deleita aun a los seres inmortales.
A
orillas del Atlántico, en quinta solitaria se halla tendido un hombre en lecho
casi humilde: poca gente, poco ruido.
El
mar da sus chasquidos estrellándose contra las peñas, o gime como sombra cuando
sus ondas se apagan en la arena.
Algunos árboles obscuros alrededor de la casa
parecen los dolientes; los dolientes, pues ese hombre se muere.
¿Quién
es?
Simón Bolívar, libertador de Colombia y del
Perú.
¿Y el libertador de tantos pueblos agoniza en
ese desamparo?
¿Dónde
los embajadores, dónde los comisionados que rodeen el lecho de ese varón
insigne?
Ese
varón insigne es proscrito a quien cualquier perdido puede quitar la vida; su
patria lo ha decretado.
¡Me
siento convertir en un dios! exclama Vespasiano cuando rendía el aliento:
Bolívar rindió el aliento y se convirtió en un dios.
El espíritu que se liberta de la carne y se
hunde en el abismo de la inmortalidad, se convierte en dios: abismo luminoso,
glorioso, infinito: allí está Bolívar.
El
puñal no sube al cielo a perseguir a nadie.
Murió
Bolívar casi en la necesidad, rasgo indispensable a su grandeza.
Manio
Curio, Fabricio, Emilio Paulo murieron indigentes: Régulo, si no araba con su
mano su pegujalito, no podía mantener a su familia; y Mumio nada tomó para sí
de los tesoros inagotables de Corinto.
Arístides,
el más justo; Epaminondas, el mayor de los griegos, no dejaron con qué se los
enterrase, y habían vencido reyes en pro
de la libertad.
Las
riquezas son como un desdoro en los hombres que nacen para lo alto, viven para
lo bueno, y mueren dejando el mundo lleno de su gloria.
La codicia no es achaque de hombres grandes,
puesto que la ambición no deja de inquietarlos con sus ennoblecedoras
comezones: enfermedad agradable por lo que tiene de voluptuoso; temible, si no
la suaviza la cordura.
Si
Bolívar hubiera sido naturalmente ambicioso, su juicio recto, su pulso
admirable, su magnanimidad incorrupta le hubieran hecho volver el pensamiento a
cosas de más tomo que una ruin corona, la cual, con ser ruin, le habría
despedazado la cabeza.
Rey
es cualquier hijo de la fortuna; conquistador es cualquier fuerte; libertadores
son los enviados de la Providencia.
Tanto vale un hombre superior y
bienintencionado, que no conocerle es desgracia; combatirle conociéndole,
malicia imperdonable.
Los
enemigos de Bolívar desaparecen de día en día sin dejar herederos de sus odios:
dentro de mil años su figura será mayor y más resplandeciente que la de Julio
César, héroe casi fabuloso, abultado con la fama, ungido por los siglos.