PARTE 2.-
¡Americanos!
ese golpe de sangre que os inunda el rostro en ondas purpurinas es vuestro
salvador: la vergüenza borra la infamia, los que gimen en silencio bajo esta
enfermedad bienhechora, están salvados.
Sucre no murió a nombre de un principio, de
una idea, ni por mano de un partido: su muerte no pesa sino sobre su matador, y
su memoria no infama sino a su tenebroso verdugo.
«Los
gobiernos se han fundado y consolidado en todo tiempo por medio de la cicuta y
el puñal», dijo uno de los asesinos,
echándole al rostro al género humano esta necia calumnia.
El
crimen no puede servir de fundamento a cosa buena en el mundo: la cicuta mata
la filosofía, destruye las virtudes, no funda los gobiernos.
Fedón,
Critón, Cerefón, rodean al maestro agonizante: la Divinidad, casi visible a los
ojos de los discípulos, está derramada en el rostro de ese hombre, el más bello
de los hombres, a despecho de sus imperfecciones.
Ese
corazón siente y palpita aún, esa cabeza piensa y raciocina, esos labios se
agitan en habla dulce y armoniosa.
Dios,
inmortalidad del alma, suerte de la especie humana, vida, tumba son objeto de
su conversación postrera.
El
frío le ha ganado los pies: tiemblan los discípulos, el maestro está impasible.
El
frío le sube a las rodillas: los discípulos se estremecen, el maestro está
sereno.
El
frío le invade la parte superior del cuerpo: los discípulos se exasperan en
ansiedad mortal, el maestro permanece grave e indiferente.
El
frío se apodera del corazón, expira el maestro; los discípulos sueltan el
llanto, llanto sublime que no dejan de oír los hombres después de treinta
siglos: murió el filósofo.
¿Esto es fundar gobiernos, obscuro malvado?
¿Los
treinta tiranos fundaron el gobierno de Atenas con dar a beber a Sócrates el
vaso de cicuta?
Los
lacedemonios están furiosos, escribía de Esparta Jenofonte; prorrumpen en
dicterios contra nosotros, y dicen que es preciso haber perdido el juicio para
dar muerte al que la pitonisa ha declarado el más cuerdo y virtuoso de los
hombres.
Tales
son las obras, tales los efectos de la cicuta, si me escuchas, oh tú, el más
perverso de los nacidos. Pitágoras, Platón, ¿cuál de los filósofos sentó ese
principio?
Licurgo,
Solón, ¿cuál de los legisladores dio esa ley? Plutarco, Tácito, ¿cuál de los
historiadores la ha transmitido a la posteridad?
«En
todo tiempo los gobiernos se han fundado y consolidado por medio de la cicuta y
el puñal».
¿En
tiempo de Moisés que gobernó y guió al pueblo de Israel? ¿En tiempo de David
que cantó al Todopoderoso y reinó por la virtud?
¿En tiempo de Pericles, el más sabio
gobernante de los griegos?
¿En tiempo de Augusto, de Tito, de Marco
Aurelio?
No, en esos tiempos no fueron el puñal y la cicuta los reguladores de los
destinos sociales; en tiempo de Alejandro VI, en tiempo de César Borgia, en
tiempo de Carlos IX reinaron el puñal y la cicuta.
En
tiempo de Enrique IV, ah, sí, en tiempo de Enrique IV, este es el secreto: se
irguió el puñal, y fundó el regicidio, el parricidio.
Santo
puñal, puñal bendecido en el tribunal de la penitencia, tú fundaste el mejor de
los gobiernos, asesinando al mejor de los monarcas.
¡Oh! ¡Tú que fundas tus gobiernos por medio del
puñal y el veneno!, ¿sabes a quien obedecía Ravaillac? Aut
Caesar, aut nihil, era la divisa del célebre hijo de un gran pontífice
romano.
Estos cargan veneno en el anillo, tienen
enherboladas las aldabas de las puertas, las llaves de los cofres; el vino, las
viandas no bastan para el halago de sus huéspedes y compadres; les estrechan la
mano afectuosamente, les ingieren la muerte en el cuerpo como por milagro, y
les echan la bendición para la otra vida.
Pero a lo menos éstos no pretendían fundar
gobiernos legítimos, sino conquistar el mundo, después de haber dejado en la
calle a sus semejantes.
Aut Caesar, aut nihil,
y este mote se esparcía en un escudo ancho como el de Lucifer, cuyo emblema es
un puñal y un vaso de ponzoña.
Mas
fundar gobiernos republicanos y virtuosos, consolidar las leyes santas de la
igualdad y el amor en el seno de la democracia por medio de esos agentes, no
cabe sino en el confuso entendimiento de esos tiranuelos cuya cabeza es el
edificio donde trabaja la ineptitud moviendo la máquina de la tiranía.
De
Augusto se ha dicho que la especie humana hubiera sido muy feliz si nunca ese
hombre naciera o no hubiera muerto jamás. Fundó un imperio, un gran imperio
donde reinaron paz, justicia e ingenio, y lo consolidó por medio de la
crueldad; pero no fue él quien había asesinado a su gran tío.
En
razón de los fines podemos perdonar los medios; mas si a lo inicuo de los
primeros añaden los malvados lo infame de los segundos, ¿dónde la filosofía? ¿Dónde
el provecho de tan bárbaro sistema?
El
que funda su poder con el veneno y el puñal, de ellos necesitará toda la vida
para mantenerse en el trono del crimen: si él vive zozobrando entre el manejar
esos resortes y el huir de ellos ¿a quién
se queja? y si la fortuna le abandona ¿a quién vuelve los ojos?
Los
perversos son los más desgraciados de los hombres, aun en medio de la
prosperidad, según que siente un sabio; los perversos en desgracia, más
desgraciados todavía.
Puñal
para Bolívar, puñal para Sucre; ¿y por qué no? ¿no lo hubo para Enrique IV, el
mayor y más virtuoso de los reyes? Tiberio muere en su cama, y ésta no es
observación moderna.
Errores,
puede ser; bastardías, ni una sola en la historia de Bolívar.
Sagrada
su palabra, sus promesas realidades, a pesar del mal ejemplo de los enemigos,
los cuales raras veces tenían cuenta con memoria de lo prometido, siendo entre
ellos axioma de guerra que no obligaba el juramento para con los insurgentes.
Ruiz
de Castilla en Quito, Monteverde en Caracas, Sámano en Bogotá rompieron la fe y
anegaron en sangre la estatua sacrosanta de esta divinidad.
Bolívar era un rey; Dios, patria y pundonor la
trinidad augusta de su religión, dando por sentado que falta uno al pundonor
cuando falta a la palabra.
Liberal
y magnífico por naturaleza, no cuidaba sino del acicalamiento del alma; en lo
tocante al arreo de su persona, no era ello de sus ocupaciones predilectas;
antes dicen que tenía el ánimo tan embebido en las cosas grandes, que poco
reparaba en las suyas propias, si sus edecanes no andaban a la mira.
Así
ocurrió que una mañana hallase un uniforme nuevo en lugar del que había dejado
por la noche; y no le pareció tan bien que no echase menos el deterioro causado
en el antiguo por las fechorías del tiempo y las travesuras de las armas.
Bonaparte miraba con rara predilección su
sombrerito de Eylau, prenda que se conserva en su mausoleo entre las más
respetables.
Y
en verdad que el viajero contempla absorto esa figurilla que ha abrigado el
molde más perfecto de la inteligencia, cráneo en el cual naturaleza echó el
resto de su sabiduría.
Bolívar
era hombre esencial; su ánimo raras veces hacía diversiones hacia las cosas de
poco valor, sino fueron las del amor, ante cuyo diosezuelo hincaba de buen
grado la rodilla, aunque sin -rendir la
espada.
¿César
no fue el más gran enamorado de Roma?
El amor es la grosura del corazón, légamo
suavísimo que abriga el principio de los grandes hechos, sin que de ninguna
manera estrague las virtudes heroicas, cuando se deja pulsar por la moderación.
Barsene
dio al través con la continencia de Alejandro: quien no amase sino a Belona,
sería monstruo capaz de todos los crímenes. Fuera de las dulces flaquezas de
esa pasión divina, el pensamiento de Bolívar se estaba moviendo siempre a lo
grande; y como sus fines eran justos por fuerza habían de ser plausibles sus
acciones.
Su
encargo era la libertad de un mundo; tenía que ser gran capitán: su propósito
fundar nuevas naciones; le convenía ser organizador, legislador.
Capitán,
ya lo hemos visto: Luciano le hallará en los Campos Elíseos disputando el paso
a Aníbal y Escipión.
Guerrero,
no le cede una mínima a Gonzalo Fernández de Córdoba; lo prueba el haberse
puesto con una gran nación, el haber vencido a los soldados de Bailén, antiguos
de Pavía.
En
el hacer de las leyes, procuraba dictar, no las mejores, sino las que más
convenían a los pueblos, memorioso del precepto de Solón, el cual había usado
esta manera con los atenienses.
Hombre
constante, hombre avisado: en cada una de sus obras parecía echar el resto de
su genio; tan fecundo era en los arbitrios y tan ejecutivo en las resoluciones.
Empeñado
más y mejor en su grandioso intento a cada golpe de la suerte, era cosa de ver
con el ardor que volvía a la demanda cada vez más pavoroso.
¡Con
que yo combato a la hidra de Lerna, cuyas cabezas se multiplican al paso que se
las va cortando! exclamaba un gran conquistador al ver cómo el general enemigo
volvía más formidable después de cada una de sus derrotas.
Arruinado varias ocasiones, fugitivo,
proscrito, y siempre el mismo contrario al frente de los españoles: ¿qué mágico
terrible era ese?
Sus
enemigos nunca dieron con el secreto de vencerle de remate: si le toman en los
brazos y le ahogan en el aire, allí fue la independencia, allí fue la
república.
Muerto
él, España tan dueña de nosotros como en los peores tiempos en nuestra
servidumbre, y América a esperar hasta cuando en el seno de la nada se
formase lentamente otro hombre de las
propias virtudes; cosa difícil, aun para la naturaleza, como la Providencia no
la asistiera con sus indicaciones.
Pero
se contentaban con echarle en tierra, y esta buena madre le llenaba de vida,
infiltrándole a su contacto sus más poderosos jugos.
Anteo
reanimado, cada uno de sus recobros era ganar en fuerza: Dios le envestía de un
punto de la suya, y esto era hacerle gigante contra los míseros que peleaban
fuera de su protección.
Sin
descorazonarse a los esquinces de la fortuna, no desaprovechaba ocasión de
darle un nuevo tiento.
Fortuna,
diosa de los pícaros, honra de los infames, bondad de los malvados; fortuna,
más inicua que ciega, más torpe que injusta, si eres una deidad, lo serás de
los infiernos.
Poderosa
eres; pero hay uno que puede más que tú, y es el que está sobre el cielo y el
infierno: cuando éste se arrima a la otra parte, la tuya sucumbe; razón,
verdad, justicia están de triunfo.
Que
los de Bolívar no eran debidos a la fortuna, lo acreditan sus numerosas
desgracias; debidos fueron a la felicidad: valor, ingenio, osadía, constancia,
fe, fe ciega en su destino, constituyen la felicidad de los varones que
resaltan sobre sus semejantes y han sido enviados para grandes cosas.
Sin miedo de propasarnos en el encarecimiento,
podemos contar a don Simón entre los hombres con los cuales naturaleza
demuestra su poder, y Dios el amor con que glorifica el género humano.
Oiga
la edad futura los juicios que sobre la tumba del héroe formulan los presentes;
y cuando demos que los venideros no tengan nada que añadir en su alabanza, ya
será el Genio cuya gloria parece haber madurado veinte siglos.
No
dieron estampida en Europa sus acciones, porque Júpiter hecho hombre la tenía
sorda con un trueno continuo: las armas del conquistador crujían más que las
del libertador, y esto ha redundado en desgracia del que más títulos alcanza a
la admiración del mundo, si el heroísmo puesto al servicio de la libertad vale
más que el heroísmo obrando por la esclavitud del universo.
Los
españoles dan ciento en la herradura y una en el clavo con ese flujo por
achicar a Bolívar y sus compañeros de armas; si supieran su negocio, le delinearan
sus escritores como ser casi fabuloso, héroe del linaje de Rama y de Crisna,
Rustán que presta asunto a la epopeya.
Mostrar
en Bolívar, Sucre, Páez, aventureros sin consecuencia, hombres mezquinos que no
obraban sino al impulso de ambiciones personales, cobardes además y en un todo
inferiores a los europeos, es apocarse ellos mismos, desdecir de las virtudes
antiguas de la gran nación hispana.
Pues no es el vencedor más estimado
De
aquello en que el vencido es reputado.
¿Don
Alonso de Ercilla no pensaba que las huestes castellanas abundarían tanto más
en gloria cuanto menos dignos de su valentía fuesen los enemigos con quienes se
estaban combatiendo?
Caupolicán
y Bayocolo podían muy bien dar al través con las falanges españolas; y domarlos
y conquistarlos era crecer en gloria ante el rey su señor y ante las naciones
de la tierra.
Nosotros
no extremaríamos la insolencia ni refinaríamos la negadez tirando a disminuir
los méritos de nuestros enemigos; antes por el contrario, quisiéramos que
hubieran sido más valientes, avisados, peritos en la guerra, si cabe en hombres
serlo más que esos egregios españoles que dieron tanto en qué entender al dueño
de pueblos y reyes.
Si
ellos hubieran sido campeones ruines, sin fuerza ni expedientes, ¿dónde la
gloria de sus vencedores?
Porque los indios, dice Solís, ni en vigor de
ánimo, ni en fuerza de cuerpo y buena proporción de miembros eran inferiores a
los demás.
Don
Antonio sabía muy bien que si los indios fueran para menos, Hernán Cortés no
mereciera el loor que alcanza, por cuanto el vencer a un adversario flaco no es
maravilla que debe pasar a la posteridad envuelta en el reflejo de la gloria.
¿Qué honra es al león, al fuerte, al poderoso
Matar
un pequeño, al pobre, al coitoso?
Es
deshonra et mengua, et non vencer fermoso:
El
que al mur vence es vencer vergonzoso...
El
vencedor ha honra del precio del vencido.
Su
loor es a tanto cuanto es lo debatido.
Parece
que el Arcipreste de Hita fue más sabio que el conde de Toreno.
Si
los vencedores tienen tan sumo cuidado de ennoblecer a los vencidos, ¿qué no
deberían hacer los vencidos respecto de los vencedores?
Que
nos abrumen Hércules, Teseo; que nos maten Bernardo del Carpio, el Cid
Campeador; que nos pongan en fuga Marfisa, Roldán el encantado, ya podemos
llevar en paciencia; mas ¿qué razón sufre andemos encareciendo la pequeñez de
los que nos han puesto bajo la suela de su zapato?
Yo
me moriría de vergüenza si me hubiera dejado zurrar por el cojo Tersites; pero
anduviera ufano aun de haber llevado lo peor, combatiéndose con el hijo de
Peleo.
La
sucesora de Roma en el poderío y las hazañas; los vencedores de Lepanto; los
soldados de Pavía; los conquistadores del Oriente, esos aventureros
maravillosos que van entre cuatro amigos, y pasan por sobre emperadores, y
echan tronos abajo a puntapieses; los descendientes del Gran Capitán; los
compatriotas de Espínola, Roger Lauria, Toledo y Roberto de Rocafort; los
héroes de Trafalgar; los señores de Bailén; esos españoles tan denodados como
fieros, tan fuertes como entendidos en la guerra, si los ahorcasen no
convendrían en que en América los hubiesen vencido hombres sino mujeres,
mayores sino niños, guerreros en forma sino bárbaros.
Don
Alonso de Ercilla y don Antonio Solís, como quienes sabían lo que importaba más
a su patria, supieron entenderse mejor con la pluma, y dejaron entreparecer su
cordura por esas hábiles insinuaciones.
¿Qué
dirían ellos de sus mal aconsejados compatriotas si les oyesen hablar de los
soldados de la emancipación americana con desdén tan infundado como necio?
Pues
si eran tan miserables como decís, gritarían, ¿por qué no los sojuzgasteis y
castigasteis a vuestro sabor, bellacos?
Esos
bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba un gran enemigo de Roma,
al ver del modo que ordenaban la batalla: esos bárbaros no son bárbaros de
ninguna manera, hubiera exclamado Gonzalo de Córdoba al ver la disposición de
la de Carabobo, cuya victoria fue debida a las del general republicano: esos
bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, iba sin duda exclamando Latorre en la heroica retirada del
Valencey; esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba el tan
valiente cuanto infortunado Barreiro en Boyacá; esos bárbaros no son bárbaros
de ninguna manera, exclamaba Canterac en el campo de Junín; esos bárbaros no
son bárbaros de ninguna manera, exclamaba La Serna en Ayacucho.
¿Cómo lo habían de ser, cuando después de
envolverlos, aturdirlos, ofuscarlos con el numen de la guerra, los estrechan,
los acometen, los despedazan con el acero?
¿Cómo
lo habían de ser, cuando después de tenerlos baja la cerviz, rendido el brazo,
les conceden los honores militares y los envían salvos a su patria?
¿Cómo
lo habían de ser, cuando proclamada la paz constituyen naciones, y las ponen
debajo de leyes tan razonables como las que más?
¡Bárbaros, cobardes y mezquinos los que hacían
esas cosas!
Mirad,
incautos españoles, no os reduzcamos a la memoria la famosa expresión con que
se regocijaba Morillo en sus francachelas y bataolas de Caracas: «Si los
vencedores son éstos, ¿cuáles serán los vencidos?».
Los
vencidos fueron unos que a la vuelta de poco le pusieron de patitas en la
calle, desbaratado, pulverizado, anonadado su ejército compuesto de vencedores
de franceses.
Un
escritor mal avisado lleva la ojeriza hasta el punto, de decir que Bolívar huyó
cobardemente en la batalla de Junín.
¿Cómo Aquiles huye de los troyanos?
La
victoria se le iba, y voló a cerrarle el paso.
Y
aun cuando su retirada personal no hubiera tenido un fin relativo al combate
todo el que sepa quién fue Bolívar tendrá por bien averiguado que, juzgándose
necesario para la independencia preservaba su vida a todo trance.
Perder
una batalla, no era mucho; se podían ganar diez en seguida: muerto Bolívar,
muerta la patria.
Huir
el capitán, dejando al ejército enfurecido en la pelea; cosa imposible al
entendimiento y a la pluma.
El
león va y viene, se mueve en torno, bravea y se multiplica contra los que le
acosan, y sucumbe o queda vencedor, pero no huye.
Podía Bolívar colocarse al frente de sus
legiones atemorizadas, y echar a andar delante de ellas, porque se entendiera
que seguían a su general y no iban fugitivas, como ya hizo en tiempos antiguos
Cátulo Luctacio; ponerse en cobro él solo, dejándolas mano a mano con la
muerte, calumnia es absurda a todas luces.
Primero que echar esa pamplina, consúltese con
Boves el que tuvo a Bolívar por cobarde, y ese león le hubiera dicho sí a la
cobardía de su contrario debió su desengaño en San Mateo.
Boves,
el más audaz, valiente e impetuoso de cuantos españoles pelearon esa guerra,
sabe si Bolívar fue más que él por la serenidad, la intrepidez, la firmeza, la
constancia con las cuales arrostró con esa horrenda hueste debajo del imperio
de jefe semejante.
El
guerrero descuella sobre la tempestad, la cabeza erguida, el brazo alzado:
llueve la metralla, el ruido asorda, el humo ciega, y en medio esa espantosa
cerrazón, la frente de Bolívar resplandece, su voz se sobrepone a la de los
cañones enronquecidos, en su pecho se estrellan y se doblan las lanzas de los
llaneros de Boves, este héroe de la
antigua Caledonia, cruel como Starno, feroz como Swarán.
A
una acción romana debió Bolívar su salvación en San Mateo; pero es asimismo
cierto que a la constancia de Bolívar debió Ricaurte su sacrificio.
¡Cuántas
arremetidas resistió y cuántos asaltos rechazó y cuántas esperanzas burló
primero que el nuevo Cocles salvase a la patria!
Confundido, despechado, desesperado, levanta
el campo Boves , y deja el triunfo a los cobardes.
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