viernes, 4 de mayo de 2012






PARTE 2.-



¡Americanos! ese golpe de sangre que os inunda el rostro en ondas purpurinas es vuestro salvador: la vergüenza borra la infamia, los que gimen en silencio bajo esta enfermedad bienhechora, están salvados.
 Sucre no murió a nombre de un principio, de una idea, ni por mano de un partido: su muerte no pesa sino sobre su matador, y su memoria no infama sino a su tenebroso verdugo.
«Los gobiernos se han fundado y consolidado en todo tiempo por medio de la cicuta y el puñal», dijo uno de los asesinos,   echándole al rostro al género humano esta necia calumnia.
El crimen no puede servir de fundamento a cosa buena en el mundo: la cicuta mata la filosofía, destruye las virtudes, no funda los gobiernos.
Fedón, Critón, Cerefón, rodean al maestro agonizante: la Divinidad, casi visible a los ojos de los discípulos, está derramada en el rostro de ese hombre, el más bello de los hombres, a despecho de sus imperfecciones.
Ese corazón siente y palpita aún, esa cabeza piensa y raciocina, esos labios se agitan en habla dulce y armoniosa.
Dios, inmortalidad del alma, suerte de la especie humana, vida, tumba son objeto de su conversación postrera.
El frío le ha ganado los pies: tiemblan los discípulos, el maestro está impasible.
El frío le sube a las rodillas: los discípulos se estremecen, el maestro está sereno.
El frío le invade la parte superior del cuerpo: los discípulos se exasperan en ansiedad mortal, el maestro permanece grave e indiferente.
El frío se apodera del corazón, expira el maestro; los discípulos sueltan el llanto, llanto sublime que no dejan de oír los hombres después de treinta siglos: murió el filósofo.
 ¿Esto es fundar gobiernos, obscuro malvado?
¿Los treinta tiranos fundaron el gobierno de Atenas con dar a beber a Sócrates el vaso de cicuta?
Los lacedemonios están furiosos, escribía de Esparta Jenofonte; prorrumpen en dicterios contra nosotros, y dicen que es preciso haber perdido el juicio para dar muerte al que la pitonisa ha declarado el más cuerdo y virtuoso de los hombres.
Tales son las obras, tales los efectos de la cicuta, si me escuchas, oh tú, el más perverso de los nacidos. Pitágoras, Platón, ¿cuál de los filósofos sentó ese principio?
Licurgo, Solón, ¿cuál de los legisladores dio esa ley? Plutarco, Tácito, ¿cuál de los historiadores la ha transmitido a la posteridad?
«En todo tiempo los gobiernos se han fundado y consolidado por medio de la cicuta y el puñal».
¿En tiempo de Moisés que gobernó y guió al pueblo de Israel? ¿En tiempo de David que cantó al Todopoderoso y reinó por la virtud?
 ¿En tiempo de Pericles, el más sabio gobernante de los griegos?
 ¿En tiempo de Augusto, de Tito, de Marco Aurelio?
 No, en esos tiempos no fueron  el puñal y la cicuta los reguladores de los destinos sociales; en tiempo de Alejandro VI, en tiempo de César Borgia, en tiempo de Carlos IX reinaron el puñal y la cicuta.
En tiempo de Enrique IV, ah, sí, en tiempo de Enrique IV, este es el secreto: se irguió el puñal, y fundó el regicidio, el parricidio.
Santo puñal, puñal bendecido en el tribunal de la penitencia, tú fundaste el mejor de los gobiernos, asesinando al mejor de los monarcas.
 ¡Oh! ¡Tú que fundas tus gobiernos por medio del puñal y el veneno!, ¿sabes a quien obedecía Ravaillac?  Aut Caesar, aut nihil, era la divisa del célebre hijo de un gran pontífice romano.
 Estos cargan veneno en el anillo, tienen enherboladas las aldabas de las puertas, las llaves de los cofres; el vino, las viandas no bastan para el halago de sus huéspedes y compadres; les estrechan la mano afectuosamente, les ingieren la muerte en el cuerpo como por milagro, y les echan la bendición para la otra vida.
 Pero a lo menos éstos no pretendían fundar gobiernos legítimos, sino conquistar el mundo, después de haber dejado en la calle a sus semejantes.
Aut Caesar, aut nihil, y este mote se esparcía en un escudo ancho como el de Lucifer, cuyo emblema es un puñal y un vaso de ponzoña.
Mas fundar gobiernos republicanos y virtuosos, consolidar las leyes santas de la igualdad y el amor en el seno de la democracia por medio de esos agentes, no cabe sino en el confuso entendimiento de esos tiranuelos cuya cabeza es el edificio donde trabaja la ineptitud moviendo la máquina de la tiranía.
De Augusto se ha dicho que la especie humana hubiera sido muy feliz si nunca ese hombre naciera o no hubiera muerto jamás. Fundó un imperio, un gran imperio donde reinaron paz, justicia e ingenio, y lo consolidó por medio de la crueldad; pero no fue él quien había asesinado a su gran tío.
En razón de los fines podemos perdonar los medios; mas si a lo inicuo de los primeros añaden los malvados lo infame de los segundos, ¿dónde la filosofía? ¿Dónde el provecho de tan bárbaro sistema?
El que funda su poder con el veneno y el puñal, de ellos necesitará toda la vida para mantenerse en el trono del crimen: si él vive zozobrando entre el manejar esos resortes y el huir de ellos ¿a quién  se queja? y si la fortuna le abandona ¿a quién vuelve los ojos?
Los perversos son los más desgraciados de los hombres, aun en medio de la prosperidad, según que siente un sabio; los perversos en desgracia, más desgraciados todavía.

Puñal para Bolívar, puñal para Sucre; ¿y por qué no? ¿no lo hubo para Enrique IV, el mayor y más virtuoso de los reyes? Tiberio muere en su cama, y ésta no es observación moderna.
Errores, puede ser; bastardías, ni una sola en la historia de Bolívar.
Sagrada su palabra, sus promesas realidades, a pesar del mal ejemplo de los enemigos, los cuales raras veces tenían cuenta con memoria de lo prometido, siendo entre ellos axioma de guerra que no obligaba el juramento para con los insurgentes.
Ruiz de Castilla en Quito, Monteverde en Caracas, Sámano en Bogotá rompieron la fe y anegaron en sangre la estatua sacrosanta de esta divinidad.
 Bolívar era un rey; Dios, patria y pundonor la trinidad augusta de su religión, dando por sentado que falta uno al pundonor cuando falta a la palabra.
Liberal y magnífico por naturaleza, no cuidaba sino del acicalamiento del alma; en lo tocante al arreo de su persona, no era ello de sus ocupaciones predilectas; antes dicen que tenía el ánimo tan embebido en las cosas grandes, que poco reparaba en las suyas propias, si sus edecanes no andaban a la mira.

Así ocurrió que una mañana hallase un uniforme nuevo en lugar del que había dejado por la noche; y no le pareció tan bien que no echase menos el deterioro causado en el antiguo por las fechorías del tiempo y las travesuras de las armas.
 Bonaparte miraba con rara predilección su sombrerito de Eylau, prenda que se conserva en su mausoleo entre las más respetables.
Y en verdad que el viajero contempla absorto esa figurilla que ha abrigado el molde más perfecto de la inteligencia, cráneo en el cual naturaleza echó el resto de su sabiduría.
Bolívar era hombre esencial; su ánimo raras veces hacía diversiones hacia las cosas de poco valor, sino fueron las del amor, ante cuyo diosezuelo hincaba de buen grado la rodilla, aunque sin   -rendir la espada.
¿César no fue el más gran enamorado de Roma?
 El amor es la grosura del corazón, légamo suavísimo que abriga el principio de los grandes hechos, sin que de ninguna manera estrague las virtudes heroicas, cuando se deja pulsar por la moderación.
Barsene dio al través con la continencia de Alejandro: quien no amase sino a Belona, sería monstruo capaz de todos los crímenes. Fuera de las dulces flaquezas de esa pasión divina, el pensamiento de Bolívar se estaba moviendo siempre a lo grande; y como sus fines eran justos por fuerza habían de ser plausibles sus acciones.
Su encargo era la libertad de un mundo; tenía que ser gran capitán: su propósito fundar nuevas naciones; le convenía ser organizador, legislador.
Capitán, ya lo hemos visto: Luciano le hallará en los Campos Elíseos disputando el paso a Aníbal y Escipión.
Guerrero, no le cede una mínima a Gonzalo Fernández de Córdoba; lo prueba el haberse puesto con una gran nación, el haber vencido a los soldados de Bailén, antiguos de Pavía.
En el hacer de las leyes, procuraba dictar, no las mejores, sino las que más convenían a los pueblos, memorioso del precepto de Solón, el cual había usado esta manera con los atenienses.
Hombre constante, hombre avisado: en cada una de sus obras parecía echar el resto de su genio; tan fecundo era en los arbitrios y tan ejecutivo en las resoluciones.
Empeñado más y mejor en su grandioso intento a cada golpe de la suerte, era cosa de ver con el ardor que volvía a la demanda cada vez más pavoroso.
¡Con que yo combato a la hidra de Lerna, cuyas cabezas se multiplican al paso que se las va cortando! exclamaba un gran conquistador al ver cómo el general enemigo volvía más formidable después de cada una de sus derrotas.
 Arruinado varias ocasiones, fugitivo, proscrito, y siempre el mismo contrario al frente de los españoles: ¿qué mágico terrible era ese?
Sus enemigos nunca dieron con el secreto de vencerle de remate: si le toman en los brazos y le ahogan en el aire, allí fue la independencia, allí fue la república.
Muerto él, España tan dueña de nosotros como en los peores tiempos en nuestra servidumbre, y América a esperar hasta cuando en el seno de la nada se formase  lentamente otro hombre de las propias virtudes; cosa difícil, aun para la naturaleza, como la Providencia no la asistiera con sus indicaciones.
Pero se contentaban con echarle en tierra, y esta buena madre le llenaba de vida, infiltrándole a su contacto sus más poderosos jugos.
Anteo reanimado, cada uno de sus recobros era ganar en fuerza: Dios le envestía de un punto de la suya, y esto era hacerle gigante contra los míseros que peleaban fuera de su protección.
Sin descorazonarse a los esquinces de la fortuna, no desaprovechaba ocasión de darle un nuevo tiento.
Fortuna, diosa de los pícaros, honra de los infames, bondad de los malvados; fortuna, más inicua que ciega, más torpe que injusta, si eres una deidad, lo serás de los infiernos.
Poderosa eres; pero hay uno que puede más que tú, y es el que está sobre el cielo y el infierno: cuando éste se arrima a la otra parte, la tuya sucumbe; razón, verdad, justicia están de triunfo.

Que los de Bolívar no eran debidos a la fortuna, lo acreditan sus numerosas desgracias; debidos fueron a la felicidad: valor, ingenio, osadía, constancia, fe, fe ciega en su destino, constituyen la felicidad de los varones que resaltan sobre sus semejantes y han sido enviados para grandes cosas.
 Sin miedo de propasarnos en el encarecimiento, podemos contar a don Simón entre los hombres con los cuales naturaleza demuestra su poder, y Dios el amor con que glorifica el género humano.
Oiga la edad futura los juicios que sobre la tumba del héroe formulan los presentes; y cuando demos que los venideros no tengan nada que añadir en su alabanza, ya será el Genio cuya gloria parece haber madurado veinte siglos.
No dieron estampida en Europa sus acciones, porque Júpiter hecho hombre la tenía sorda con un trueno continuo: las armas del conquistador crujían más que las del libertador, y esto ha redundado en desgracia del que más títulos alcanza a la admiración del mundo, si el heroísmo puesto al servicio de la libertad vale más que el heroísmo obrando por la esclavitud del universo.
Los españoles dan ciento en la herradura y una en el clavo con ese flujo por achicar a Bolívar y sus compañeros de armas; si supieran su negocio, le delinearan sus escritores como ser casi fabuloso, héroe del linaje de Rama y de Crisna, Rustán que presta asunto a la epopeya.
Mostrar en Bolívar, Sucre, Páez, aventureros sin consecuencia, hombres mezquinos que no obraban sino al impulso de ambiciones personales, cobardes además y en un todo inferiores a los europeos, es apocarse ellos mismos, desdecir de las virtudes antiguas de la gran nación hispana.
         Pues no es el vencedor más estimado                    
            De aquello en que el vencido es reputado.         
¿Don Alonso de Ercilla no pensaba que las huestes castellanas abundarían tanto más en gloria cuanto menos dignos de su valentía fuesen los enemigos con quienes se estaban combatiendo?
Caupolicán y Bayocolo podían muy bien dar al través con las falanges españolas; y domarlos y conquistarlos era crecer en gloria ante el rey su señor y ante las naciones de la tierra.
Nosotros no extremaríamos la insolencia ni refinaríamos la negadez tirando a disminuir los méritos de nuestros enemigos; antes por el contrario, quisiéramos que hubieran sido más valientes, avisados, peritos en la guerra, si cabe en hombres serlo más que esos egregios españoles que dieron tanto en qué entender al dueño de pueblos y reyes.
Si ellos hubieran sido campeones ruines, sin fuerza ni expedientes, ¿dónde la gloria de sus vencedores?
 Porque los indios, dice Solís, ni en vigor de ánimo, ni en fuerza de cuerpo y buena proporción de miembros eran inferiores a los demás.
Don Antonio sabía muy bien que si los indios fueran para menos, Hernán Cortés no mereciera el loor que alcanza, por cuanto el vencer a un adversario flaco no es maravilla que debe pasar a la posteridad envuelta en el reflejo de la gloria.

         ¿Qué honra es al león, al fuerte, al poderoso                    
            Matar un pequeño, al pobre, al coitoso?                
            Es deshonra et mengua, et non vencer fermoso:              
            El que al mur vence es vencer vergonzoso...                    
            El vencedor ha honra del precio del vencido.                   
            Su loor es a tanto cuanto es lo debatido.               

Parece que el Arcipreste de Hita fue más sabio que el conde de Toreno.
Si los vencedores tienen tan sumo cuidado de ennoblecer a los vencidos, ¿qué no deberían hacer los vencidos respecto de los vencedores?
Que nos abrumen Hércules, Teseo; que nos maten Bernardo del Carpio, el Cid Campeador; que nos pongan en fuga Marfisa, Roldán el encantado, ya podemos llevar en paciencia; mas ¿qué razón sufre andemos encareciendo la pequeñez de los que nos han puesto bajo la suela de su zapato?
Yo me moriría de vergüenza si me hubiera dejado zurrar por el cojo Tersites; pero anduviera ufano aun de haber llevado lo peor, combatiéndose con el hijo de Peleo.
La sucesora de Roma en el poderío y las hazañas; los vencedores de Lepanto; los soldados de Pavía; los conquistadores del Oriente, esos aventureros maravillosos que van entre cuatro amigos, y pasan por sobre emperadores, y echan tronos abajo a puntapieses; los descendientes del Gran Capitán; los compatriotas de Espínola, Roger Lauria, Toledo y Roberto de Rocafort; los héroes de Trafalgar; los señores de Bailén; esos españoles tan denodados como fieros, tan fuertes como entendidos en la guerra, si los ahorcasen no convendrían en que en América los hubiesen vencido hombres sino mujeres, mayores sino niños, guerreros en forma sino bárbaros.
Don Alonso de Ercilla y don Antonio Solís, como quienes sabían lo que importaba más a su patria, supieron entenderse mejor con la pluma, y dejaron entreparecer su cordura por esas hábiles insinuaciones.
¿Qué dirían ellos de sus mal aconsejados compatriotas si les oyesen hablar de los soldados de la emancipación americana con desdén tan infundado como necio?
Pues si eran tan miserables como decís, gritarían, ¿por qué no los sojuzgasteis y castigasteis a vuestro sabor, bellacos?
Esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba un gran enemigo de Roma, al ver del modo que ordenaban la batalla: esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, hubiera exclamado Gonzalo de Córdoba al ver la disposición de la de Carabobo, cuya victoria fue debida a las del general republicano: esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, iba sin duda  exclamando Latorre en la heroica retirada del Valencey; esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba el tan valiente cuanto infortunado Barreiro en Boyacá; esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba Canterac en el campo de Junín; esos bárbaros no son bárbaros de ninguna manera, exclamaba La Serna en Ayacucho.
 ¿Cómo lo habían de ser, cuando después de envolverlos, aturdirlos, ofuscarlos con el numen de la guerra, los estrechan, los acometen, los despedazan con el acero?
¿Cómo lo habían de ser, cuando después de tenerlos baja la cerviz, rendido el brazo, les conceden los honores militares y los envían salvos a su patria?
¿Cómo lo habían de ser, cuando proclamada la paz constituyen naciones, y las ponen debajo de leyes tan razonables como las que más?
 ¡Bárbaros, cobardes y mezquinos los que hacían esas cosas!
Mirad, incautos españoles, no os reduzcamos a la memoria la famosa expresión con que se regocijaba Morillo en sus francachelas y bataolas de Caracas: «Si los vencedores son éstos, ¿cuáles serán los vencidos?».
Los vencidos fueron unos que a la vuelta de poco le pusieron de patitas en la calle, desbaratado, pulverizado, anonadado su ejército compuesto de vencedores de franceses.

Un escritor mal avisado lleva la ojeriza hasta el punto, de decir que Bolívar huyó cobardemente en la batalla de Junín.
 ¿Cómo Aquiles huye de los troyanos?
La victoria se le iba, y voló a cerrarle el paso.
Y aun cuando su retirada personal no hubiera tenido un fin relativo al combate todo el que sepa quién fue Bolívar tendrá por bien averiguado que, juzgándose necesario para la independencia preservaba su vida a todo trance.
Perder una batalla, no era mucho; se podían ganar diez en seguida: muerto Bolívar, muerta la patria.
Huir el capitán, dejando al ejército enfurecido en la pelea; cosa imposible al entendimiento y a la pluma.
El león va y viene, se mueve en torno, bravea y se multiplica contra los que le acosan, y sucumbe o queda vencedor, pero no huye.
 Podía Bolívar colocarse al frente de sus legiones atemorizadas, y echar a andar delante de ellas, porque se entendiera que seguían a su general y no iban fugitivas, como ya hizo en tiempos antiguos Cátulo Luctacio; ponerse en cobro él solo, dejándolas mano a mano con la muerte, calumnia es absurda a todas luces.
 Primero que echar esa pamplina, consúltese con Boves el que tuvo a Bolívar por cobarde, y ese león le hubiera dicho sí a la cobardía de su contrario debió su desengaño en San Mateo.
Boves, el más audaz, valiente e impetuoso de cuantos españoles pelearon esa guerra, sabe si Bolívar fue más que él por la serenidad, la intrepidez, la firmeza, la constancia con las cuales arrostró con esa horrenda hueste debajo del imperio de jefe semejante.

El guerrero descuella sobre la tempestad, la cabeza erguida, el brazo alzado: llueve la metralla, el ruido asorda, el humo ciega, y en medio esa espantosa cerrazón, la frente de Bolívar resplandece, su voz se sobrepone a la de los cañones enronquecidos, en su pecho se estrellan y se doblan las lanzas de los llaneros de Boves, este héroe de la antigua Caledonia, cruel como Starno, feroz como Swarán.
A una acción romana debió Bolívar su salvación en San Mateo; pero es asimismo cierto que a la constancia de Bolívar debió Ricaurte su sacrificio.
¡Cuántas arremetidas resistió y cuántos asaltos rechazó y cuántas esperanzas burló primero que el nuevo Cocles salvase a la patria!
 Confundido, despechado, desesperado, levanta el campo Boves , y deja el triunfo a los cobardes.

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