viernes, 4 de mayo de 2012

Los héroes de la emancipación de la raza hispanoamericana

 

 

Los héroes de la emancipación de la raza hispanoamericana


Al tiempo que el Genio de la guerra se coronaba emperador de Francia por mano de un pontífice cautivo, corría la Europa un hijo del Nuevo Mundo, poseído de inquietud indefinible que no le daba punto de reposo.

De ciudad en ciudad, de gente en gente, ni el estudio le distrae, ni los placeres le encadenan, y pasa, y vuelve y se agita como la pitonisa atormentada por un secreto divino.

 Est Deus in nobis, exclama el poeta, gimiendo bajo el poder de Apolo, en la desesperación que le causa la tiranía de las Musas.

Dios está en el pecho del poeta,  Dios en el del filósofo, Dios en el del santo, Dios en el del héroe, Dios en el de todo hombre que nace al mundo con destino digno de su Creador: belleza, verdad, beatitud son cosas dignas de él; la libertad es también digna de él; él es el libre por excelencia; la libertad es bella, verdadera, santa, y por lo mismo tres veces digna de Dios.

         No el Genio impuro del vicio, ni el amable Genio del placer le poseen a ese desconocido, sino un Genio superior a todos, el primero en la jerarquía mundana, el Genio de la libertad encendido en las llamas del cielo. Tiene un dios en el corazón, dios vivo, activo, exigente, y de allí proviene el desasosiego con que lucha, sintiendo cosas que no alcanza, deseando cosas que no sabe. 

El dios sin nombre, el dios oculto a quien adoraban en Atenas, le pareció a San Pablo la divinidad más respetable.

La más respetable, sí, pero la más temible, la más insufrible, por cuanto el seno del hombre no ofrece tanto espacio como requiere la grandeza de un dios que se extiende infinitamente por lo desconocido.

De Madrid a París, de París a Viena, de Viena a Berlín, de Berlín a Londres no para el extranjero: ¿qué desea? ¿qué busca?

El dios de su pecho le atormenta, pero él no le conoce todavía, si bien columbra algo de grande en la oscuridad del porvenir, y ve apuntar en el horizonte la luz que ha de ahuyentar la hambrienta sombra que le devora el alma.

No podemos decir que no procurase poner remedio a su inquietud, cuando sabemos por él mismo que en tres semanas echó a mal treinta mil duros en una de esas capitales, como quien quisiese apartar los ojos de sí mismo, dando consigo en un turbión de logros y deleites.
O era más bien que tenía por miserables sus riquezas si no daba como rey, él que había nacido para rehusar las ofertas de cien agradecidos pueblos.
Si la vanidad no es flaco de las naturalezas elevadas, el esplendor les suele influir, en ocasiones: mal de príncipes, si ya la inclinación a lo grande es enfermedad en ningún caso.
Llamábase Bolívar ese americano; el cual sabiendo al fin para lo que había nacido, sintió convertirse en vida inmensa y firme la desesperación que le mataba.
La   grande, muda, inerme presa que España había devorado trescientos largos años, echa al fin la primer queja y da una sacudida.
 Los patriotas sucumben, el verdugo se declara en ejercicio de su ministerio, y el Pichincha siente los pies bañados con la sangre de los hijos mayores de la patria.
Bien sabían éstos que el fruto de su atrevimiento sería su muerte; no quisieron, sino dar la señal, y dejar prendido el fuego que acabaría por destruir al poderoso tan extremado en la opresión como dueño de llevarla adelante.
 ¿Qué nombre tiene ese ofrecer la vida sin probabilidad ninguna de salir con el intento?
Sacrificio; y los que se sacrifican son mártires; y los mártires se vuelven santos; y los santos gozan de la veneración del mundo.
Nuestros santos, los santos de la libertad, santos de la patria, si no tienen altares en los templos, los tienen en nuestros corazones, sus nombres están grabados en la frente de nuestras montañas, nuestros fríos respetan la sangre corrida por sus márgenes y huyen de borrar esas manchas sagradas.
Miranda, Madariaga, Roscio a las cadenas; Torres, Caldas, Pombo, al Patíbulo.
 Pero los que cogieron la flor de la tumba, los que desfilaron primero hacia la eternidad coronados de espinas bendecidas en el templo de la patria, se llaman Ascásubi, Salinas, Morales, y otros hombres, grandes en su obscuridad misma, grandes por el fin con que se entregaron al cadalso, primogénitos escogidos para el misterio de la redención de Sud América.
La primera voz de independencia fue a extinguirse en el sepulcro: Quito, primero en intentarla, había de ser última en disfrutarla; así estaba de Dios, y doce años más de cautiverio se los había de resarcir en su montaña el más virtuoso de los héroes.
 Ese ¡ay! de tan ilustres víctimas; ese ¡ay! que quería decir: ¡Americanos, despertaos! ¡Americanos, a las armas! llegó a Bolívar, y él se creyó citado para ante la posteridad por el Nuevo Mundo que ponía en sus manos sus destinos.
Presta el oído, salta de alegría, se yergue y vuela hacia donde tiene un compromiso tácitamente contraído con las generaciones venideras.
Vuela, más no antes de vacar a una promesa que tenía hecha al monte Sacro, mausoleo de la Roma libre, porque el espíritu de Cincinato y de Furio Camilo le asistieran en la obra estupenda a la cual iba a poner los hombros.
 Medita, ora, se encomienda al Dios de los ejércitos, y en nao veloz cruza los mares a tomar lo que en su patria le corresponde de peligro y gloria.

Peleó Bolívar en las primeras campañas de la emancipación a órdenes de los próceres que, ganándole en edad, le ganaban en experiencia; y fue tan modesto mientras hubo uno a quien juzgó superior, como fiero cuando vio que nadie le superaba.
Bolívar, después del primer fracaso de la república, tuvo la desgracia de ser uno de los que arrestaron al generalísimo, achacándole un secreto que no podía caber en la conducta de tan claro varón, soldado de la libertad que había corrido el mundo en busca de gloriosa muerte.




Si historiador o cronista ha explicado el motivo de esa vergonzosa rendición del ejército patriota, no lo sé.
Sin batalla, sin derrota, seis mil valientes capaces de embestir con Jerjes bajan las armas ante enemigo menor en número, sin más capitán que un aventurero levantado, no por las virtudes militares, sino por la fortuna.


 
Miranda expió su falta con largos años de prisión, agonizando en un calabozo, donde no padeció mayor tormento que el no haber vuelto a tener noticia de su adorada Venezuela, hasta que rindió el espíritu en manos del único a quien es dado saber todas las cosas.
No era Bolívar el mayor de los oficiales cuando hubo para sí el mando del ejército; y con ser de los más jóvenes, principió a gobernarle como general envejecido en las cosas de la guerra.
 Hombre de juicio recto y voluntad soberana, aunque temblaran cielos y tierra sus órdenes habían de ser obedecidas.
En los ojos tenía el domador de la insolencia, pues verle airado era morirse el atrevido.
Estaba su corazón tomado de un fluido celestial, y no era mucho que su fuego saliese afuera ardiendo en la mirada y la palabra.
La fuerza física nada puede contra ese poder interno que obra sobre los demás por medios tan misteriosos como irresistibles.
Los hombres extraordinarios en los ojos tienen rayos con que alumbran   y animan, aterran y pulverizan.
Pirro, agonizante, hace caer de la mano la espada del que iba a cortarle la cabeza, con una mirada, ¡qué mirada! eléctrica, espantosa: en ella fulguran el cielo y el infierno.
 Mario pone en fuga al cimbrio que viene a asesinarle, sin moverse, con solo echarle la vista; y se dice que la mirada de César Borgia era cosa imposible de sostener.
El general Páez habla de los ojos de Bolívar encareciendo el vigor de esa luz profunda, la viveza con que centellaban en ocasiones de exaltación.
Y si no, ¿por dónde había de verse el foco que arde en el pecho de ciertos hombres amasados de fuego y de inteligencia?
La medranía, la frialdad, la estupidez miran como la luna, y aun pudieran no tener ojos.
Júpiter mueve los suyos, y treme el firmamento.
 Homero sabía muy bien lo que convenía a los inmortales.
Naturalezas bravías incapaces de avenirse al yugo de la obediencia, no eran los compañeros de Bolívar hombres que cooperaran a su obra con no desconcertarle sus planes; antes con la sedición dejaron muchas veces libre al enemiga, una vez recobrado, formidable.
Pero los atrevidos las habían con uno que daba fuerza al pensamiento, mostrando con los hechos la superioridad de su alma, y tenían que rendirse al genio apoyado por la fuerza.
Así fue como en lo mejor de la campaña quitó de por medio a un jefe tan valeroso como turbulento, tan útil por sus hazañas como embarazoso y dañino por sus pretensiones desmedidas.
Terrible, inexorable, manda el general pasar por las armas al león, y el invicto Piar entrega en manos de sus compañeros una vida, preciosa para la patria, ni menos apasionada.
Tras que este ejemplo de rigor era justo desagravio de la autoridad ofendida, no había otra manera de poner a raya los disparos de la ambición, la cual se sale de madre siempre que no se le opone sino el consejo y las caricias.
No en vano ciñe espada el príncipe, dice un gran averiguador de verdades: no en vano ciñe espada el caudillo de una revolución: libertad y anarquía son cosas muy diferentes.
Habían sacudido el yugo los fieros hijos de una tierra que no es buena para esclavos, y su ahínco se cifraba en irse cada uno con la corriente de su propia voluntad; cosa que hubiera traído el perderse la república, pues donde muchos mandan el orden viene mal servido, y la desobediencia vuelve inútiles los efectos del valor.
Si el más fuerte no los dominara con su poder olímpico, término llevaban de ser todos ellos dictadores.
En esto es superior el héroe americano a los grandes hombres antiguos y modernos; ninguno se ha visto en el duro trance de haber de rendir a sus compañeros de armas al tiempo que el enemigo común cerraba con unos y otros.
Alejandro no hubiera llevado adelante sus conquistas, si sus capitanes le hubieran disputado la primacía; César no hubiera subido en carro triunfal al Capitolio, si entre sus conmilitones se contaran ambiciosos del mando, envidiosos de su gloria.
Napoleón mismo no experimentó la ingratitud de sus tenientes sino cuando los hubo puesto sobre el trono: en tanto que ese monstruo se iba tragando el mundo, todos le obedecían y servían de buen grado.
 Bolívar tuvo que sojuzgar a más de un Rolando; no eran otra cosa Bermúdez, Mariño, Ribas; tuvo que fusilar leones como Piar; tuvo que servirse de los mismos que no perdían ocasión de traer algún menoscabo a su prestigio, y para esto fue preciso que ese hombre abrigase en su pecho caudales inmensos de energía, fortaleza, constancia.


En pudiendo crecer su propia autoridad, pocos tenían cuenta con lo que debían a la patria; y si bien todos anhelaban por la independencia, cada cual hubiera querido ser él a quien se debiese su establecimiento.
Represen la ambición en pro de la república hasta cuando los enemigos de ella se declaran vencidos; y puesto que ningún tiempo es hábil para soltar la rienda a esa pasión bravía, mal por mal, primero la guerra civil que el triunfo de las cadenas.
No era don Simón amigo de recoger voluntades, como suelen los que no alcanzan espíritus para causar admiración, ni fuerzas para infundir temor: el cariño que brota sin saber cuándo de en medio del respeto, ese es el acendrado; que el amor de los perversos lo granjeamos con la complicidad, el de los soberbios con someternos a ellos, y el de los vanidosos con deferir a su dictamen.
   Por lo que mira al de los ruines, bien como al de ciertos animales, cualquiera se lo capta con el pan.
Aquel flujo por andar haciéndose querer de éste y del otro por medio de halagos y caricias, no conviene a hombres respetables por naturaleza, los cuales tienen derecho al corazón de sus semejantes; y menos cuando el resorte del temor es necesario, en circunstancias que más rinde la obediencia ciega que el afecto interesado.
 A Aquiles, a Héctor no se les quiere; se les admira, a Napoleón se le teme: A Washington se le venera; a Bolívar se le admira y se le teme.
En ocasión tan grande como la libertad de un mundo, el protagonista del poema no ha de ser amable; ha de ser alto, majestuoso, terrible; feroz no, no es necesario; cruel no, no es conveniente; pero firme, grande, inapeable, como Bolívar.


Seguro estaba de entrar con él en gracia el que hacía una proeza; y no se iba a la mano en los encomios, como hombre tan perito en los achaques del corazón, que a bulto descubría el flaco de cada uno: dar resquicio a la familiaridad, nunca en la vida.
La familiaridad engendra el desprecio, dicen.
Hombre que supo todo no pudo ignorar las máximas de la filosofía.
Mas nunca tomó el orgullo y el silencio por parte de la autoridad, pues cuando callaban las armas, su buen humor era presagio de nuevos triunfos.
 La alegría inocente es muy avenidera con la austeridad del alma, pues que la moderación ande ahí juntándoles las manos.
En uno de sus banquetes, el vencedor de Darío propuso un premio para el que más bebiese; Prómaco se bebió ocho azumbres de vino, y lo ganó.
A la vuelta de tres días la muerte se lo había comido al bebedor.
Otra ocasión se tomó a burlar con el poeta Charilao, ofreciéndole un escudo por cada buen verso de los que debía leer, como llevase un cachete por cada uno de los malos.
El poeta llenaba la faltriquera, pero ya le saltaba la sangre por las mejillas. El conquistador risa que se moría.
No sé que Napoleón hubiese adolecido de flaquezas semejantes.
Bolívar nunca.
 Borracho al fin el hijo de Filipo.
Austero, pero sufrido; pocas virtudes le faltaban.
 Si el sufrimiento no se aviniera con la fogosidad de su alma   cuando el caso lo pedía ¿qué fuera hoy de independencia y libertad? Sus aborrecedores agravios, él silencio; sus envidiosos calumnias, él desprecio; sus rivales provocaciones, él prudencia: con el ejército enemigo, un león; se echa sobre él y lo devora.
Los huesos con que están blanqueando los campos de Carabobo, San Mateo, Boyacá, Junín acreditan si esa fiera nobilísima era terrible en la batalla.
Si de la exaltación pudiera resultar algo en daño de la república, un filósofo.
Cuando el fin de las acciones de un hombre superior es otro que su propio engrandecimiento, sabe muy bien distinguir los casos en que ha de imperar su voluntad de los en que se rinde a la necesidad.
 Su inteligencia no abrazaba solamente las cosas a bulto, pero las deslindaba con primoroso discernimiento; y nunca se dio que faltase un punto a la gran causa de la emancipación, apocándose con celos, odios ni rivalidades.
En orden a las virtudes, siempre sobre todos: cuando se vio capitán, luego fue Libertador.
 Imposible que hombre de su calidad no fuese el primero, aun entre reyes.
Como caudillo, par a par con los mayores; de persona a persona, hombre de tomarse con el Cid, seguro que pudiera faltarle el brazo en diez horas de batalla, el ánimo ni un punto.
Pero ni el brazo le falta; el vigor físico no es prenda indiferente en el que rige a los demás.
Palante yace extendido boca arriba en las tierras de Evandro con una herida al pecho, la cual nada menos tiene que dos pies de longitud.
Eneas se la dio.
Un trotón sale corriendo por el campo de batalla de entre las piernas de su caballero, cuando éste ha caído en dos mitades, una al un lado, otra al otro, partido desde la cabeza de un solo fendiente, Pirro es el dueño de esta hazaña.
¿Y quién se bota al suelo, se echa sobre la granada que está humeando a sus pies y la aplica a las fauces de su caballo que baila enajenado? Ah, estos poetas de la acción labran sus poemas en formas visibles, y los del pensamiento las estampan en caracteres perpetuos.
Napoleón es tan poeta como Chateaubriand, Bolívar tan poeta como Olmedo.
Fervoroso, activo, pronto, no era hombre don Simón cuyo genio fuese irse paso a paso en las operaciones de  la guerra; antes si mal resultó en ella varias veces, fue por sobra de ardor en la sangre y de prontitud en la resolución.
De Fabio Máximo no mucho, de Julio César poco, todo de Alejandro en el determinarse y el acometer.
 Cierta ocasión que había dejado mal seguras las espaldas, reparó con la celeridad el daño de la imprudencia; porque revolviendo sobre el enemigo cuando éste menos lo pensaba, hizo en él estragos tales, que el escarmiento fue igual a la osadía; unos a punta de lanza, otros ahogados en la fuga, dio tan buena cuenta de ellos, que si alguno se escapó fue merced al paso que llevaba.
 Agualongo, caudillo famoso, griego por la astucia, romano por la fuerza de carácter, sabe si a uno como Bolívar se le podía acosar impunemente.
Pocas veces erró Bolívar por imprevisión; el don de acierto comunicaba solidez a sus ideas, y al paso que iba levantado muy alto en el ingenio, asentaba el pie sobre seguro, creciendo su alma en la erección con que propendía de continuo hacia la gloria.
El leer y el estudiar habían sido en él diligencias evacuadas en lo más fresco de la juventud, sin que dejase de robarle a esta buenas horas destinadas a las locuras del amor; lo que es en la edad madura, tiempo le faltó para la guerra, siendo así que combatió largos veinte años con varia fortuna, hasta ver colocada la imagen de la libertad en el altar de la patria.
El cultivo de las letras más sosiego necesita del que permite el ruido de las armas; ni es de todos el dar ocupación a la pluma a un mismo tiempo que a la espada.
César transmitía a la posteridad sus hechos según los iba consumando, ¡y en qué escritura, si pensáis! Las obras del acero, como suyas; la prosa en que las inmortalizaba, medida por la de Cicerón.
En los hombres extraordinarios, esos que prevalecen sobre cien generaciones, y dominan la tierra altos como una montaña, el genio viene armado de todas armas, y así menean la cuchilla como dejan correr la pluma y sueltan la lengua en sonoros raudales de elocuencia.
Guerrero, escritor, orador, todo lo fue Bolívar, y de primera línea.
El pensamiento encendido, el semblante inmutado, cuando habla de la opresión, «la dulce tiranía de los labios» es terrible en el hombre que nació para lo grande.
Su voz no ostentaba lo del trueno, pero como espada se iba a las entrañas de la tiranía, fulgurando en esos capitolios al raso que la victoria erigía después de cada gran batalla.
Cuéntase que al penetrar en el recinto del congreso, libertada ya Colombia y constituida la República, entró que parecía ente sobrehumano por el semblante, el paso, el modo, y un aire de superioridad y misterio, que dio mucho en que se abismasen los próceres allí reunidos.
 Una obra inmensa llevada a felice cima; batallas estupendas, triunfos increíbles, proezas del valor y la constancia, y por corona la admiración y el aplauso de millones de hombres, son en efecto para comunicar a un héroe ese aspecto maravilloso con que avasalla el alma de los que le miran, agolpándoseles a la memoria los hechos con los cuales ha venido a ser tan superior a todos.
Bolívar tiene conciencia de su gran destino: hierven en su pecho mil aspiraciones a cual más justa y noble, y sus anhelos misteriosos trascienden a lo exterior de su persona, bañándola toda, cual si en ella se difundiera el espíritu divino.
Lo que en los otros esperanza, en él había pasado a certidumbre, aun en los tiempos más adversos; y seguro de que combatía por el bien de una buena parte del género humano, no dudaba del fin y desenlace de ese romance heroico.
Libertad era su dios vivo; después del Todopoderoso, a ella rendía culto su grande alma.
 Caído muchas veces, alzábase de nuevo y tronaba en las nubes como un dios resucitado.
Gran virtud es el tesón en las empresas donde el vaivén de triunfos y reveses promete dejar arriba el lado de la constancia, sin la cual no hay heroísmo.
El secreto de erguirse en la propia ruina, romper por medio de la desgracia y mostrarse aterrador al enemigo, no lo poseen sino los hombres realmente superiores esas almas prodigiosas que en la nada misma hallan elementos para sus obras.
Hoy prófugo, proscrito, solo y sin amparo en extranjero suelo; mañana al frente de sus soldados blandiéndole en el rostro al enemigo la espada de la libertad, esa hoja sagrada que empuñó Pelayo y que, depositada  en las regiones secretas e invisibles de la Providencia, ha ido sirviendo a los bienhechores de los pueblos, a Guillermo Tell, a Washington, a Bolívar.
¿Cuál era la maga protectora de este fabuloso caballero?
No eran Melisa, Hipermea, la sabia Linigobria; era Urganda la desconocida, pero no la mágina de Belianís, sino otra más afectuosa en la protección y más eficaz en los encantos, esa mágina que vela por los hombres predestinados para los grandes fines de Dios, que es su providencia misma, llámese Urganda o ángel de la guarda.
Tan ciega era la fe de Bolívar en el poder oculto de su protectora, que donde se hubiera visto perdido para siempre cualquier otro, él desenvolvía a lo victorioso sus planes de conquistador, y se paseaba en el imperio de los Incas libertando medio mundo.
Sucedió que una ocasión, sorprendido con cuatro oficiales por un destacamento de españoles, acudiese a salvar la vida enzarzándose en un jaral, donde hubo de permanecer una buena pieza, a riesgo de muerte si daba un paso.
Perdida la batalla, dispersa la gente, el enemigo corriendo la tierra, ellos sin salida: pues en cuanto duraba el peligro, se puso a discurrir en cosas que, tanto parecían más extravagantes y efectos de locura a su cuitado auditorio, cuanto eran más grandes e inverosímiles.
 Acaba con los españoles en Venezuela; liberta la Nueva Granada, y lleva la independencia al país del Ecuador: constituida una gran nación con estas tres colonias, no hace sino un paso al Perú, y funda otras repúblicas, cabalmente en tierras poseídas por grandes y poderosos enemigos.
¿Adónde iría después?
No hubo, sin duda, un Cineas que se lo preguntase, escuchándole sus oficiales en la angustia de sus corazones, pues para ellos era cierto que a su general se le trabucaba el juicio; tan imposibles parecían esas cosas.
 Y llegaron a ser tan positivas, que el mundo las vio con asombro, y los sudamericanos las gozan sin cuidado, aunque agradeciendo poco.
Su maga protectora, que no era sino el ángel de la guarda del Nuevo Mundo, le sacó a paz y a salvo, y le llevó a una montaña, de donde le hizo ver en el porvenir la suerte de nuestros pueblos.
Andando el tiempo, hallábase enfermo en Pativilca, presa de la calentura, desencajado, mustio: uno de sus admiradores nos le describe sentado ahí, juntas y puntiagudas las rodillas, pálido el rostro, hombre más para la sepultura que para la batalla.
Los españoles, formidables, dueños de todo el alto Perú y de la mayor parte del bajo: quince mil hombres de los que habían vencido a las huestes napoleónicas y echado de España el águila poderosa.
La Serna, Canterac y otros valientes generales, bien armados, ricos y atrevidos con mil triunfos: la República, perdida.
¿Qué piensa hacer vuestra excelencia? pregunta don Joaquín Mosquera.
 Vencer -responde el héroe.
Toques sublimes de elevación y longanimidad que acreditan lo noble de su sangre y lo alto de su pecho.
¿En qué la cede a los grandes hombres de lo antiguo?
En que es menor con veinte siglas, y sólo el tiempo, viejo prodigioso, destila en su laboratorio mágico el óleo con que unge a los príncipes de naturaleza.
 ¿Qué será Bolívar cuando sus hazañas, pasando de gente en gente, autorizadas con el prestigio de los siglos, lleguen a los que han de vivir de aquí a mil años?
Podrá Europa injusta y egoísta apocarnos cuanto quiera ahora que estamos dando nuestros primeros pasos en el mundo; pero si de ella es el pasado, el porvenir es de América, y las ruinas no tienen sonrisas, de desdén para la gloria.





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