Los héroes de la emancipación de la raza hispanoamericana
Al tiempo que el
Genio de la guerra se coronaba emperador de Francia por mano de un pontÃfice
cautivo, corrÃa la Europa un hijo del Nuevo Mundo, poseÃdo de inquietud
indefinible que no le daba punto de reposo.
De ciudad en
ciudad, de gente en gente, ni el estudio le distrae, ni los placeres le
encadenan, y pasa, y vuelve y se agita como la pitonisa atormentada por un
secreto divino.
Est Deus in nobis, exclama el poeta,
gimiendo bajo el poder de Apolo, en la desesperación que le causa la tiranÃa de
las Musas.
Dios
está en el pecho del poeta, Dios en el
del filósofo, Dios en el del santo, Dios en el del héroe, Dios en el de todo
hombre que nace al mundo con destino digno de su Creador: belleza, verdad,
beatitud son cosas dignas de él; la libertad es también digna de él; él es el
libre por excelencia; la libertad es bella, verdadera, santa, y por lo mismo
tres veces digna de Dios.
No
el Genio impuro del vicio, ni el amable Genio del placer le poseen a ese
desconocido, sino un Genio superior a todos, el primero en la jerarquÃa
mundana, el Genio de la libertad encendido en las llamas del cielo. Tiene un
dios en el corazón, dios vivo, activo, exigente, y de allà proviene el
desasosiego con que lucha, sintiendo cosas que no alcanza, deseando cosas que
no sabe.
El dios sin nombre,
el dios oculto a quien adoraban en Atenas, le pareció a San Pablo la divinidad
más respetable.
La más respetable,
sÃ, pero la más temible, la más insufrible, por cuanto el seno del hombre no
ofrece tanto espacio como requiere la grandeza de un dios que se extiende
infinitamente por lo desconocido.
De
Madrid a ParÃs, de ParÃs a Viena, de Viena a BerlÃn, de BerlÃn a Londres no
para el extranjero: ¿qué desea? ¿qué busca?
El
dios de su pecho le atormenta, pero él no le conoce todavÃa, si bien columbra
algo de grande en la oscuridad del porvenir, y ve apuntar en el horizonte la
luz que ha de ahuyentar la hambrienta sombra que le devora el alma.
No
podemos decir que no procurase poner remedio a su inquietud, cuando sabemos por
él mismo que en tres semanas echó a mal treinta mil duros en una de esas
capitales, como quien quisiese apartar los ojos de sà mismo, dando consigo en
un turbión de logros y deleites.
O
era más bien que tenÃa por miserables sus riquezas si no daba como rey, él que
habÃa nacido para rehusar las ofertas de cien agradecidos pueblos.
Si
la vanidad no es flaco de las naturalezas elevadas, el esplendor les suele
influir, en ocasiones: mal de prÃncipes, si ya la inclinación a lo grande es
enfermedad en ningún caso.
Llamábase
BolÃvar ese americano; el cual sabiendo al fin para lo que habÃa nacido, sintió
convertirse en vida inmensa y firme la desesperación que le mataba.
La grande, muda, inerme presa que España habÃa
devorado trescientos largos años, echa al fin la primer queja y da una
sacudida.
Los patriotas sucumben, el verdugo se declara
en ejercicio de su ministerio, y el Pichincha siente los pies bañados con la
sangre de los hijos mayores de la patria.
Bien
sabÃan éstos que el fruto de su atrevimiento serÃa su muerte; no quisieron,
sino dar la señal, y dejar prendido el fuego que acabarÃa por destruir al
poderoso tan extremado en la opresión como dueño de llevarla adelante.
¿Qué nombre tiene ese ofrecer la vida sin
probabilidad ninguna de salir con el intento?
Sacrificio;
y los que se sacrifican son mártires; y los mártires se vuelven santos; y los
santos gozan de la veneración del mundo.
Nuestros santos, los
santos de la libertad, santos de la patria, si no tienen altares en los
templos, los tienen en nuestros corazones, sus nombres están grabados en la
frente de nuestras montañas, nuestros frÃos respetan la sangre corrida por sus
márgenes y huyen de borrar esas manchas sagradas.
Miranda,
Madariaga, Roscio a las cadenas; Torres, Caldas, Pombo, al PatÃbulo.
Pero los que cogieron la flor de la tumba, los
que desfilaron primero hacia la eternidad coronados de espinas bendecidas en el
templo de la patria, se llaman Ascásubi, Salinas, Morales, y otros hombres,
grandes en su obscuridad misma, grandes por el fin con que se entregaron al
cadalso, primogénitos escogidos para el misterio de la redención de Sud
América.
La
primera voz de independencia fue a extinguirse en el sepulcro: Quito, primero
en intentarla, habÃa de ser última en disfrutarla; asà estaba de Dios, y doce
años más de cautiverio se los habÃa de resarcir en su montaña el más virtuoso
de los héroes.
Ese ¡ay! de tan ilustres vÃctimas; ese ¡ay!
que querÃa decir: ¡Americanos, despertaos! ¡Americanos, a las armas! llegó a
BolÃvar, y él se creyó citado para ante la posteridad por el Nuevo Mundo que
ponÃa en sus manos sus destinos.
Presta
el oÃdo, salta de alegrÃa, se yergue y vuela hacia donde tiene un compromiso
tácitamente contraÃdo con las generaciones venideras.
Vuela,
más no antes de vacar a una promesa que tenÃa hecha al monte Sacro, mausoleo de
la Roma libre, porque el espÃritu de Cincinato y de Furio Camilo le asistieran
en la obra estupenda a la cual iba a poner los hombros.
Medita, ora, se encomienda al Dios de los
ejércitos, y en nao veloz cruza los mares a tomar lo que en su patria le
corresponde de peligro y gloria.
Peleó
BolÃvar en las primeras campañas de la emancipación a órdenes de los próceres
que, ganándole en edad, le ganaban en experiencia; y fue tan modesto mientras
hubo uno a quien juzgó superior, como fiero cuando vio que nadie le superaba.
BolÃvar,
después del primer fracaso de la república, tuvo la desgracia de ser uno de los
que arrestaron al generalÃsimo, achacándole un secreto que no podÃa caber en la
conducta de tan claro varón, soldado de la libertad que habÃa corrido el mundo
en busca de gloriosa muerte.
Si
historiador o cronista ha explicado el motivo de esa vergonzosa rendición del
ejército patriota, no lo sé.
Sin
batalla, sin derrota, seis mil valientes capaces de embestir con Jerjes bajan
las armas ante enemigo menor en número, sin más capitán que un aventurero
levantado, no por las virtudes militares, sino por la fortuna.
Miranda
expió su falta con largos años de prisión, agonizando en un calabozo, donde no
padeció mayor tormento que el no haber vuelto a tener noticia de su adorada
Venezuela, hasta que rindió el espÃritu en manos del único a quien es dado
saber todas las cosas.
No
era BolÃvar el mayor de los oficiales cuando hubo para sà el mando del
ejército; y con ser de los más jóvenes, principió a gobernarle como general
envejecido en las cosas de la guerra.
Hombre de juicio recto y voluntad soberana,
aunque temblaran cielos y tierra sus órdenes habÃan de ser obedecidas.
En
los ojos tenÃa el domador de la insolencia, pues verle airado era morirse el
atrevido.
Estaba
su corazón tomado de un fluido celestial, y no era mucho que su fuego saliese
afuera ardiendo en la mirada y la palabra.
La
fuerza fÃsica nada puede contra ese poder interno que obra sobre los demás por
medios tan misteriosos como irresistibles.
Los
hombres extraordinarios en los ojos tienen rayos con que alumbran y animan, aterran y pulverizan.
Pirro,
agonizante, hace caer de la mano la espada del que iba a cortarle la cabeza,
con una mirada, ¡qué mirada! eléctrica, espantosa: en ella fulguran el cielo y
el infierno.
Mario pone en fuga al cimbrio que viene a
asesinarle, sin moverse, con solo echarle la vista; y se dice que la mirada de
César Borgia era cosa imposible de sostener.
El
general Páez habla de los ojos de BolÃvar encareciendo el vigor de esa luz
profunda, la viveza con que centellaban en ocasiones de exaltación.
Y
si no, ¿por dónde habÃa de verse el foco que arde en el pecho de ciertos
hombres amasados de fuego y de inteligencia?
La
medranÃa, la frialdad, la estupidez miran como la luna, y aun pudieran no tener
ojos.
Júpiter
mueve los suyos, y treme el firmamento.
Homero sabÃa muy bien lo que convenÃa a los
inmortales.
Naturalezas
bravÃas incapaces de avenirse al yugo de la obediencia, no eran los compañeros
de BolÃvar hombres que cooperaran a su obra con no desconcertarle sus planes;
antes con la sedición dejaron muchas veces libre al enemiga, una vez recobrado,
formidable.
Pero
los atrevidos las habÃan con uno que daba fuerza al pensamiento, mostrando con
los hechos la superioridad de su alma, y tenÃan que rendirse al genio apoyado
por la fuerza.
AsÃ
fue como en lo mejor de la campaña quitó de por medio a un jefe tan valeroso
como turbulento, tan útil por sus hazañas como embarazoso y dañino por sus
pretensiones desmedidas.
Terrible,
inexorable, manda el general pasar por las armas al león, y el invicto Piar entrega en manos de
sus compañeros una vida, preciosa para la patria, ni menos apasionada.
Tras
que este ejemplo de rigor era justo desagravio de la autoridad ofendida, no
habÃa otra manera de poner a raya los disparos de la ambición, la cual se sale
de madre siempre que no se le opone sino el consejo y las caricias.
No
en vano ciñe espada el prÃncipe, dice un gran averiguador de verdades: no en
vano ciñe espada el caudillo de una revolución: libertad y anarquÃa son cosas
muy diferentes.
HabÃan
sacudido el yugo los fieros hijos de una tierra que no es buena para esclavos,
y su ahÃnco se cifraba en irse cada uno con la corriente de su propia voluntad;
cosa que hubiera traÃdo el perderse la república, pues donde muchos mandan el
orden viene mal servido, y la desobediencia vuelve inútiles los efectos del
valor.
Si
el más fuerte no los dominara con su poder olÃmpico, término llevaban de ser
todos ellos dictadores.
En
esto es superior el héroe americano a los grandes hombres antiguos y modernos;
ninguno se ha visto en el duro trance de haber de rendir a sus compañeros de
armas al tiempo que el enemigo común cerraba con unos y otros.
Alejandro
no hubiera llevado adelante sus conquistas, si sus capitanes le hubieran
disputado la primacÃa; César no hubiera subido en carro triunfal al Capitolio,
si entre sus conmilitones se contaran ambiciosos del mando, envidiosos de su
gloria.
Napoleón
mismo no experimentó la ingratitud de sus tenientes sino cuando los hubo puesto
sobre el trono: en tanto que ese monstruo se iba tragando el mundo, todos le
obedecÃan y servÃan de buen grado.
BolÃvar tuvo que sojuzgar a más de un Rolando;
no eran otra cosa Bermúdez, Mariño, Ribas; tuvo que fusilar leones como Piar;
tuvo que servirse de los mismos que no perdÃan ocasión de traer algún menoscabo
a su prestigio, y para esto fue preciso que ese hombre abrigase en su pecho
caudales inmensos de energÃa, fortaleza, constancia.
En
pudiendo crecer su propia autoridad, pocos tenÃan cuenta con lo que debÃan a la
patria; y si bien todos anhelaban por la independencia, cada cual hubiera
querido ser él a quien se debiese su establecimiento.
Represen
la ambición en pro de la república hasta cuando los enemigos de ella se
declaran vencidos; y puesto que ningún tiempo es hábil para soltar la rienda a
esa pasión bravÃa, mal por mal, primero la guerra civil que el triunfo de las
cadenas.
No
era don Simón amigo de recoger voluntades, como suelen los que no alcanzan
espÃritus para causar admiración, ni fuerzas para infundir temor: el cariño que
brota sin saber cuándo de en medio del respeto, ese es el acendrado; que el
amor de los perversos lo granjeamos con la complicidad, el de los soberbios con
someternos a ellos, y el de los vanidosos con deferir a su dictamen.
Por lo que mira al de los ruines, bien como
al de ciertos animales, cualquiera se lo capta con el pan.
Aquel
flujo por andar haciéndose querer de éste y del otro por medio de halagos y
caricias, no conviene a hombres respetables por naturaleza, los cuales tienen
derecho al corazón de sus semejantes; y menos cuando el resorte del temor es
necesario, en circunstancias que más rinde la obediencia ciega que el afecto
interesado.
A Aquiles, a Héctor no se les quiere; se les
admira, a Napoleón se le teme: A Washington se le venera; a BolÃvar se le
admira y se le teme.
En
ocasión tan grande como la libertad de un mundo, el protagonista del poema no
ha de ser amable; ha de ser alto, majestuoso, terrible; feroz no, no es
necesario; cruel no, no es conveniente; pero firme, grande, inapeable, como
BolÃvar.
Seguro
estaba de entrar con él en gracia el que hacÃa una proeza; y no se iba a la
mano en los encomios, como hombre tan perito en los achaques del corazón, que a
bulto descubrÃa el flaco de cada uno: dar resquicio a la familiaridad, nunca en
la vida.
La
familiaridad engendra el desprecio, dicen.
Hombre
que supo todo no pudo ignorar las máximas de la filosofÃa.
Mas
nunca tomó el orgullo y el silencio por parte de la autoridad, pues cuando
callaban las armas, su buen humor era presagio de nuevos triunfos.
La alegrÃa inocente es muy avenidera con la
austeridad del alma, pues que la moderación ande ahà juntándoles las manos.
En
uno de sus banquetes, el vencedor de DarÃo propuso un premio para el que más
bebiese; Prómaco se bebió ocho azumbres de vino, y lo ganó.
A
la vuelta de tres dÃas la muerte se lo habÃa comido al bebedor.
Otra
ocasión se tomó a burlar con el poeta Charilao, ofreciéndole un escudo por cada
buen verso de los que debÃa leer, como llevase un cachete por cada uno de los
malos.
El
poeta llenaba la faltriquera, pero ya le saltaba la sangre por las mejillas. El
conquistador risa que se morÃa.
No
sé que Napoleón hubiese adolecido de flaquezas semejantes.
BolÃvar
nunca.
Borracho al fin el hijo de Filipo.
Austero,
pero sufrido; pocas virtudes le faltaban.
Si el sufrimiento no se aviniera con la
fogosidad de su alma cuando el caso lo
pedÃa ¿qué fuera hoy de independencia y libertad? Sus aborrecedores agravios,
él silencio; sus envidiosos calumnias, él desprecio; sus rivales provocaciones,
él prudencia: con el ejército enemigo, un león; se echa sobre él y lo devora.
Los
huesos con que están blanqueando los campos de Carabobo, San Mateo, Boyacá,
JunÃn acreditan si esa fiera nobilÃsima era terrible en la batalla.
Si
de la exaltación pudiera resultar algo en daño de la república, un filósofo.
Cuando
el fin de las acciones de un hombre superior es otro que su propio
engrandecimiento, sabe muy bien distinguir los casos en que ha de imperar su
voluntad de los en que se rinde a la necesidad.
Su inteligencia no abrazaba solamente las
cosas a bulto, pero las deslindaba con primoroso discernimiento; y nunca se dio
que faltase un punto a la gran causa de la emancipación, apocándose con celos,
odios ni rivalidades.
En
orden a las virtudes, siempre sobre todos: cuando se vio capitán, luego fue Libertador.
Imposible que hombre de su calidad no fuese el
primero, aun entre reyes.
Como
caudillo, par a par con los mayores; de persona a persona, hombre de tomarse
con el Cid, seguro que pudiera faltarle el brazo en diez horas de batalla, el
ánimo ni un punto.
Pero
ni el brazo le falta; el vigor fÃsico no es prenda indiferente en el que rige a
los demás.
Palante
yace extendido boca arriba en las tierras de Evandro con una herida al pecho,
la cual nada menos tiene que dos pies de longitud.
Eneas
se la dio.
Un
trotón sale corriendo por el campo de batalla de entre las piernas de su
caballero, cuando éste ha caÃdo en dos mitades, una al un lado, otra al otro,
partido desde la cabeza de un solo fendiente, Pirro es el dueño de esta hazaña.
¿Y
quién se bota al suelo, se echa sobre la granada que está humeando a sus pies y
la aplica a las fauces de su caballo que baila enajenado? Ah, estos poetas de
la acción labran sus poemas en formas visibles, y los del pensamiento las
estampan en caracteres perpetuos.
Napoleón
es tan poeta como Chateaubriand, BolÃvar tan poeta como Olmedo.
Fervoroso,
activo, pronto, no era hombre don Simón cuyo genio fuese irse paso a paso en
las operaciones de la guerra; antes si
mal resultó en ella varias veces, fue por sobra de ardor en la sangre y de
prontitud en la resolución.
De
Fabio Máximo no mucho, de Julio César poco, todo de Alejandro en el
determinarse y el acometer.
Cierta ocasión que habÃa dejado mal seguras
las espaldas, reparó con la celeridad el daño de la imprudencia; porque
revolviendo sobre el enemigo cuando éste menos lo pensaba, hizo en él estragos
tales, que el escarmiento fue igual a la osadÃa; unos a punta de lanza, otros
ahogados en la fuga, dio tan buena cuenta de ellos, que si alguno se escapó fue
merced al paso que llevaba.
Agualongo, caudillo famoso, griego por la
astucia, romano por la fuerza de carácter, sabe si a uno como BolÃvar se le
podÃa acosar impunemente.
Pocas
veces erró BolÃvar por imprevisión; el don de acierto comunicaba solidez a sus
ideas, y al paso que iba levantado muy alto en el ingenio, asentaba el pie
sobre seguro, creciendo su alma en la erección con que propendÃa de continuo
hacia la gloria.
El
leer y el estudiar habÃan sido en él diligencias evacuadas en lo más fresco de
la juventud, sin que dejase de robarle a esta buenas horas destinadas a las
locuras del amor; lo que es en la edad madura, tiempo le faltó para la guerra,
siendo asà que combatió largos veinte años con varia fortuna, hasta ver
colocada la imagen de la libertad en el altar de la patria.
El
cultivo de las letras más sosiego necesita del que permite el ruido de las
armas; ni es de todos el dar ocupación a la pluma a un mismo tiempo que a la
espada.
César
transmitÃa a la posteridad sus hechos según los iba consumando, ¡y en qué
escritura, si pensáis! Las obras del acero, como suyas; la prosa en que las
inmortalizaba, medida por la de Cicerón.
En
los hombres extraordinarios, esos que prevalecen sobre cien generaciones, y
dominan la tierra altos como una montaña, el genio viene armado de todas armas,
y asà menean la cuchilla como dejan correr la pluma y sueltan la lengua en
sonoros raudales de elocuencia.
Guerrero,
escritor, orador, todo lo fue BolÃvar, y de primera lÃnea.
El
pensamiento encendido, el semblante inmutado, cuando habla de la opresión, «la
dulce tiranÃa de los labios» es terrible en el hombre que nació para lo grande.
Su
voz no ostentaba lo del trueno, pero como espada se iba a las entrañas de la
tiranÃa, fulgurando en esos capitolios al raso que la victoria erigÃa después
de cada gran batalla.
Cuéntase
que al penetrar en el recinto del congreso, libertada ya Colombia y constituida
la República, entró que parecÃa ente sobrehumano por el semblante, el paso, el
modo, y un aire de superioridad y misterio, que dio mucho en que se abismasen
los próceres allà reunidos.
Una obra inmensa llevada a felice cima;
batallas estupendas, triunfos increÃbles, proezas del valor y la constancia, y
por corona la admiración y el aplauso de millones de hombres, son en efecto
para comunicar a un héroe ese aspecto maravilloso con que avasalla el alma de
los que le miran, agolpándoseles a la memoria los hechos con los cuales ha
venido a ser tan superior a todos.
BolÃvar
tiene conciencia de su gran destino: hierven en su pecho mil aspiraciones a
cual más justa y noble, y sus anhelos misteriosos trascienden a lo exterior de
su persona, bañándola toda, cual si en ella se difundiera el espÃritu divino.
Lo
que en los otros esperanza, en él habÃa pasado a certidumbre, aun en los
tiempos más adversos; y seguro de que combatÃa por el bien de una buena parte
del género humano, no dudaba del fin y desenlace de ese romance heroico.
Libertad
era su dios vivo; después del Todopoderoso, a ella rendÃa culto su grande alma.
CaÃdo muchas veces, alzábase de nuevo y
tronaba en las nubes como un dios resucitado.
Gran
virtud es el tesón en las empresas donde el vaivén de triunfos y reveses promete
dejar arriba el lado de la constancia, sin la cual no hay heroÃsmo.
El
secreto de erguirse en la propia ruina, romper por medio de la desgracia y
mostrarse aterrador al enemigo, no lo poseen sino los hombres realmente
superiores esas almas prodigiosas que en la nada misma hallan elementos para
sus obras.
Hoy
prófugo, proscrito, solo y sin amparo en extranjero suelo; mañana al frente de
sus soldados blandiéndole en el rostro al enemigo la espada de la libertad, esa
hoja sagrada que empuñó Pelayo y que, depositada en las regiones secretas e invisibles de la
Providencia, ha ido sirviendo a los bienhechores de los pueblos, a Guillermo
Tell, a Washington, a BolÃvar.
¿Cuál
era la maga protectora de este fabuloso caballero?
No
eran Melisa, Hipermea, la sabia Linigobria; era Urganda la desconocida, pero no
la mágina de BelianÃs, sino otra más afectuosa en la protección y más eficaz en
los encantos, esa mágina que vela por los hombres predestinados para los
grandes fines de Dios, que es su providencia misma, llámese Urganda o ángel de
la guarda.
Tan
ciega era la fe de BolÃvar en el poder oculto de su protectora, que donde se
hubiera visto perdido para siempre cualquier otro, él desenvolvÃa a lo
victorioso sus planes de conquistador, y se paseaba en el imperio de los Incas
libertando medio mundo.
Sucedió
que una ocasión, sorprendido con cuatro oficiales por un destacamento de
españoles, acudiese a salvar la vida enzarzándose en un jaral, donde hubo de
permanecer una buena pieza, a riesgo de muerte si daba un paso.
Perdida
la batalla, dispersa la gente, el enemigo corriendo la tierra, ellos sin
salida: pues en cuanto duraba el peligro, se puso a discurrir en cosas que,
tanto parecÃan más extravagantes y efectos de locura a su cuitado auditorio,
cuanto eran más grandes e inverosÃmiles.
Acaba con los españoles en Venezuela; liberta
la Nueva Granada, y lleva la independencia al paÃs del Ecuador: constituida una
gran nación con estas tres colonias, no hace sino un paso al Perú, y funda
otras repúblicas, cabalmente en tierras poseÃdas por grandes y poderosos
enemigos.
¿Adónde
irÃa después?
No
hubo, sin duda, un Cineas que se lo preguntase, escuchándole sus oficiales en
la angustia de sus corazones, pues para ellos era cierto que a su general se le
trabucaba el juicio; tan imposibles parecÃan esas cosas.
Y llegaron a ser tan positivas, que el mundo
las vio con asombro, y los sudamericanos las gozan sin cuidado, aunque
agradeciendo poco.
Su
maga protectora, que no era sino el ángel de la guarda del Nuevo Mundo, le sacó
a paz y a salvo, y le llevó a una montaña, de donde le hizo ver en el porvenir
la suerte de nuestros pueblos.
Andando
el tiempo, hallábase enfermo en Pativilca, presa de la calentura, desencajado,
mustio: uno de sus admiradores nos le describe sentado ahÃ, juntas y
puntiagudas las rodillas, pálido el rostro, hombre más para la sepultura que
para la batalla.
Los
españoles, formidables, dueños de todo el alto Perú y de la mayor parte del
bajo: quince mil hombres de los que habÃan vencido a las huestes napoleónicas y
echado de España el águila poderosa.
La
Serna, Canterac y otros valientes generales, bien armados, ricos y atrevidos
con mil triunfos: la República, perdida.
¿Qué
piensa hacer vuestra excelencia? pregunta don JoaquÃn Mosquera.
Vencer -responde el héroe.
Toques
sublimes de elevación y longanimidad que acreditan lo noble de su sangre y lo
alto de su pecho.
¿En
qué la cede a los grandes hombres de lo antiguo?
En
que es menor con veinte siglas, y sólo el tiempo, viejo prodigioso, destila en
su laboratorio mágico el óleo con que unge a los prÃncipes de naturaleza.
¿Qué será BolÃvar cuando sus hazañas, pasando
de gente en gente, autorizadas con el prestigio de los siglos, lleguen a los
que han de vivir de aquà a mil años?
Podrá
Europa injusta y egoÃsta apocarnos cuanto quiera ahora que estamos dando
nuestros primeros pasos en el mundo; pero si de ella es el pasado, el porvenir
es de América, y las ruinas no tienen sonrisas, de desdén para la gloria.
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