viernes, 4 de mayo de 2012



 PARTE 5



Bolívar en fin, Simón Bolívar, el protagonista de la Ilíada semibárbara que está esperando el ciego que la ponga en páginas olímpicas.
En los mayores acontecimientos obró siempre de pensado el capitán; mas si el trance lo pedía, improvisaba la victoria.
 De una parte ciencia de la guerra, disciplina, gente ensoberbecida con los laureles traídos de Europa; de otra más inspiración que arte, obediencia a duras penas, escasez de municiones; pero amor a la libertad, no gran apego a la vida y brazo fuerte: el corazón, capaz del cielo y del infierno.
Gente de sangre en el ojo que tenía en poco la vida, la honra en mucho. El recibir en el pecho las heridas era cosa suya; ninguno murió de espaldas, sino fue en la derrota; y es preciso confesar que los españoles nos las dieron muchas y muy grandes.
 ¿Qué maravilla?
Los vencedores de Napoleón eran hombres de entrar por fuerza de armas el Olimpo y tomarse cuerpo a cuerpo con los dioses.
 Y no se achaque al artificio, si milicia tan provecta acabó por sucumbir y despejar la tierra: entre los oficiales españoles pocos vinieron que se dejasen llevar al pilón; vencidos, destruidos, pero a furor de espada.
Ni era Bolívar de los que encomiendan a la astucia el éxito de sus cosas, siendo por el contrario uno que no gustaba, nuevo Alejandro, de ocultar la victoria en las entrañas de la noche.

Gran hombre de a caballo don Simón, pues verle en su Frontino, un Rugero.
 A pie y en el consejo:
         Augusto in volto e in sermon sonoro, como Godofredo de Bullón.
Es realmente majestuoso cuando adelanta al encuentro del general español a resolver con él en Santa Ana las cosas de la paz o de la guerra.
Escipión no es más interesante cuando acude a su avistamiento con Masinisa, según nos le describe Tito Livio, elevado, erguido, blanco, flotando sobre los hombros la rubia cabellera.
Bolívar no era blanco, mas aun de tez curtida al sol del ecuador, moreno aristocrático, algo como la resultante del mármol y el bronce que figuraban los bustos de los emperadores romanos; rostro bajo cuya epidermis corría ardiente el caudal de su noble sangre.
Tampoco era rubio como Escipión, sino de pelo negro y ensortijado, semejante al de lord Byron, pelo rico y floreciente, que en graciosos anillos de ébano se cuelga hacia las sienes del poeta, más que el guerrero tiene cuidado de atusar, como quien sabe que nada de femenil conviene al heroísmo.
Los poetas pudieron llevar hasta airón en la cabeza y ajorcas al tobillo, sin que estos preciosos arrequives desdijeran de sus ocupaciones: Las Musas traen corona de rosas, y Apolo, si bien flechero, no desdeña los adornos de la hermosura.
Al hijo de la guerra le conviene rígido continente, varonil, temible, con cierta insolencia elevada que de ninguna manera pase a brutalidad, pues el crudo afán de las armas es muy avenidero con los primores de la cultura.
Palas no es cerril, es austera: su belleza marcial impone respeto, y no excluye el amor.
 Quisiera yo saber cómo se hubiera presentado Bolívar a Napoleón: estas dos águilas se habrían arrancado mutuamente el alma de una mirada, como el héroe del poema que con los ojos escudriña el centro de la naturaleza.

¿Desdeñaría Napoleón a Bolívar, si viviesen aún?
 No lo creo. ¿Se inclinaría Bolívar hasta el suelo, puesta la mano en el pecho? Imposible.
 Si estos hombres se echan los brazos al cuello, esas dos almas refundidas en una hacen rebosar el universo.
¿En dónde está Bolívar?
 Él es, allí le veo que corona la cima de ese monte.
Una legión de sombras viene tras él: desmazalados, tristes, hambre en el cuerpo, abatimiento en el espíritu, dan sus pasos cual si adelantaran a la sepultura.
El vestido se les quedó en las breñas por las cuales han roto como fieras; el vigor se les acabó con las provisiones; la alegría, desvanecida en el desierto; la esperanza, muerta con la escasez de espíritus vitales.
¿Quiénes son? Los héroes de Colombia.
 ¿Adónde van? 
 A libertar un pueblo, a echar de una comarca esclavizada las huestes de Morillo.
Y esos espectros sin paños en los miembros, sin fuerza en el brazo, vencerán, libertarán ese pueblo y limpiarán esa comarca de los enemigos que la infestan, porque a la vista de ellos el pecho se les prende en el furor guerrero, y la abundancia les vuelve redobladas las fuerzas.
 Bolívar ha levantado la bandera tricolor de los llanos a los montes, y traspuestos los Andes, rompe por la Nueva Granada. Barreiro le sale al encuentro.



Sámano  se queda temblando: el guerrero al campo de batalla, el tirano al poner la vida en seguro: ¿cuándo ha sucedido otra cosa?
 A la llegada de Morillo quedaron guadañados esos pueblos, habiendo caído la flor, no tanto bajo la espada del soldado cuanto bajo la cuchilla del verdugo.
Los españoles, con ser valientes y de buena raza, lo estragan todo con la crueldad: las bóvedas, los templos de sus misterios, el cadalso, el altar donde cantan esos Te Deum impíos con que lastiman los derechos de la impotencia y la desgracia.
Morillo, entrada Santafé, dio la tala a las familias: no hubo hombre notable por el ingenio, el patriotismo y las virtudes que no cayese debajo de la jurisdicción del ejecutor, ese inmundo sacerdote de la tiranía.
Las crueldades de la guerra, las acciones desaforadas que después de la victoria llevan adelante los enemigos poco generosos, cuando les hierve la cólera en el seno y les arde la venganza en las entrañas, se pueden sufrir, no perdonar; y aun perdonar, si se contempla en la condición del hombre, ente mezquino, sujeto a mil flaquezas y desvíos.
Pero entrar a pie llano provincias sin género de resistencia; llegar a ciudades que por lo inermes no parecen enemigas, e imponerles la ley de sangre y fuego, no lo hacen sino esos hombres de alma cruda que ni aspirare a la gloria, ni exponen su existencia miserable al peligro de la guerra.


Boves mil veces antes que Enrile ; Boves mil veces antes que este consejero de Satanás, siniestro proveedor del patíbulo, cuyo altar no debía verse ni una hora falto de una víctima ilustre.
Bolívar viene a castigarlos, allí viene Bolívar.
Pero Bolívar castiga a lo grande: el castigo impuesto por Bolívar es la victoria, y tras ella el perdón del enemigo.
 Los españoles hacían pocos prisioneros, aun regularizada  la guerra: no pudiendo haber algunos a las manos, allí al punto los mataban.
Bolívar nunca traspasó sus leyes tiznándose la frente con un asesinato, y si mandó matar fue imperando la guerra a muerte y obligado por la necesidad.
 Bolívar castiga a lo grande: Bolívar viene a castigarlos, allí viene Bolívar.
Un hombre de alto puesto, pero que no era Bolívar, quiso desfacer los agravios de Morillo y Enrile con la ejecución de los prisioneros de Boyacá, y no consiguió sino empañar la victoria, la cual, sin excusado rigor, hubiera sido tan limpia como fue grande y hermosa; desbarro tanto más deplorable cuanto que no era justo quitar la vida a los que la gozaban otorgada por el vencedor, ni presta algo para la gloria el degüello de gente prisionera.
Andar, era hombre y sujeto a las pasiones.
Las represalias son ley de la guerra, empero la victoria resplandece circundada de luz divina, cuando a lo justo de la causa se une lo humano del comportamiento.
 Sucre lo entendía muy bien cuando enviaba a España sanos y salvos los diez y seis generales prisioneros en Ayacucho.
 Generosidad es prenda del valor: sin ella no hay grandes hombres.
Cuando lo pide la salud de la patria, ya podemos pasar por las armas ochocientos, y hasta ocho mil españoles.
 ¿Hizo mal Bolívar en ordenar la ejecución de los prisioneros de la Guaira?
No hubiera sido el guerrero filósofo, el capitán a cuyo cargo estaban cosas tan grandes como la libertad y la independencia, si por respetar a todo trance la vida de unos cuantos enemigos hubiera puesto, no digamos al tablero, pero a la ruina cierta el asunto de la patria, y en manos del verdugo, otra vez el verdugo, siempre el verdugo, la gente granada de mil pueblos y ciudades.
¿Cuántos prisioneros hizo pasar por las armas Bonaparte en su expedición a Egipto, porque no podía custodiarlos, ni otorgarles la libertad sin peligro de su ejército?
Acciones crueles, pero inevitables, que no deslustran a los héroes.

                                  
 Las matanzas sin necesidad, los saqueos, los ultrajes al sexo desvalido son crímenes que vienen envueltos en infamia.
Bolívar viene a castigarlos, allí viene Bolívar.
Joven inexperto,
 ¿Sabes quién es el enemigo al cual osas afrontar en el campo de batalla?
Te hierve la sangre en las venas, pero tu corazón presiente una desgracia; ni es otra cosa esa melancolía fatídica que rompe por medio de la animación facticia de tu rostro y da en qué pensar a tus camaradas.
Tu madre Iberia sabrá que uno de sus hijos ha combatido por ella en uno de los más célebres campos del Nuevo Mundo, pero no volverá a verte: tus laureles se te marchitaron en las sienes, la espada se te cayó de la mano, porque encontrarse el enemigo con Bolívar es perderse.
 ¿No sabes cuántas batallas ha ganado, y cuántos generales antiguos ha vencido, y cuántas proezas se hallan ya inscritas en los anales de la patria?
El grande, provecto, temible es el que te busca, que te sigue; ponte en cobro, salva tus huestes con la fuga.
Tú sabes que salvarse con la fuga es arruinarse; la infamia es siempre una derrota, al paso que la muerte en brazos de la honra es siempre un triunfo.
Aun para la retirada es tarde, las vueltas están cogidas, la espada de América relumbra sobre tu cabeza.
 ¿Para cuándo el denuedo de tu pecho castellano?
 En la batalla está tu ruina, pero evitarla es imposible.
¿Quién es el héroe que se dispara de la altura abajo y se viene
fulgurando como el rayo ?



Anzoátegui te acomete, Anzoátegui te acuchilla, Anzoátegui te desbarata y extermina: es Anzoátegui el guerrero que vuela sobre un águila pisando en la cabeza a centenares de enemigos.
Su espada silba en el aire, su brazo se retrae, y la punta de ese acero mortífero se abre paso por la garganta del que encuentra, y sale por la nuca un palmo.
Bolívar manda, Anzoátegui ejecuta: él está por todas partes, sigue el pensamiento del general y en su feroz caballo vuela fantástico, siniestro para el enemigo como el Genio de la muerte.
 ¿Quién se opone al torrente de esos héroes enloquecidos con el furor de la pelea?
¿Quién resiste el empuje de esos hombres maravillosos que parecen vomitar fuego y matar hasta con la mirada?
 Allá se levanta una manga de polvo; el ruido de un galope inmenso se aleja del campo de batalla; el fiero castellano está vencido; los jinetes huyen aterrados, los infantes quedan en  el suelo.
 Ya Rondón había puesto en Sogamozo un proemio sangriento a esta grande obra: Rondón el fiero, Rondón el bravo, una de las lanzas más temibles de Colombia, salvó a su general de en medio de los enemigos, rompiéndolos, deshaciéndolos, y echándolos a salvarse en las alturas de Paipa.
Vencidos una vez, lo fueron otra, y ésta no hubo acogerse al gremio de la noche, que el sol; benigno y generoso, dio tiempo a la victoria.
La batalla de Boyacá echó el sello a la libertad de la Nueva Granada, pues nunca más volvieron los españoles a sentar la planta en su tierra bendita con la sangre de los buenos hijos de la patria.
El general español con casi todos sus oficiales y gran parte del ejército fueron hechos prisioneros, no sin que hubieran mostrado en el combate el bien conocido valor de tan nobles europeos.


 Sámano el virrey, Sámano el opresor, el héroe del cadalso, trémulo y desconcertado, se puso en salvo abandonando la capital, adonde entró Bolívar al frente de los libertadores, en medio del júbilo inmoderado del pueblo que erguía la cabeza fuera del yugo, alzaba las manos fuera de las cadenas.
Así entró Mac-Mahón a Milán después de las batallas de Solferino y Magenta, así entró Garibaldi a Nápoles después de la casi fabulosa toma de Sicilia.
Los conquistadores entran en medio de maldiciones secretas de pueblos acuitados, hombres que amenazan en lo íntimo del corazón, mujeres que piden a Dios la muerte de esos extranjeros injustos; así entró Napoleón a Berlín, a Viena así hubiera entrado el rey Guillermo a París.
Bolívar gozó; muchos días de satisfacción en su vida de huracán, vida de guerra continua; pero esta entrada a Santafé después de victoria tan gloriosa fue para él uno de sus triunfos más llenos de felicidad.
No sabía que de entre las guirnaldas que iba cosechando por esas calles saldría después el puñal, que si no le acertó en el pecho, le hirió en el alma, y para toda la vida; esa herida fue una de las que le llevaron al sepulcro, pues este hombre tan feliz murió con el alma acribillada, pero con un gran consuelo: sus esperanzas no se habían ida en flor, y a su muerte quedó cuajado el fruto de sus afanes.
¿Quién habla aquí de muerte?
Ahora no hay muerte, sino vida; vida inmensa, inextinguible; vida de inmortales.
Si la Nueva Granada estaba libre, Venezuela luchaba todavía, y su hijo, su gran hijo, vuela allá.
¡Libertad! esta es la seña; ¡libertad! esta es la voz que ha de resonar desde el Orinoco hasta el Apurímac, desde el Ávila hasta el Misti, pasando por las regiones encumbradas del Cotopaxi y el Cayambe.
 Tres ejércitos republicanos cercan a los españoles en Venezuela: Mariño, Páez y Urdaneta son tres columnas obscuras, semejantes a los héroes de Ossián, cuya espada brilla como un rayo de fuego.
Llega Bolívar, y la tempestad se declara vasta y espantosa, hasta que en Carabobo da al través con la nave en que aun bogaban pujantes los opresores del Nuevo Mundo.
Carabobo, campo inmortal, ¿por qué no te han declarado santo los padres de la patria?
 Los pueblos que no tienen una Elida no se atreven a echar la vista atrás, porque temen no ver nada en el mar de sombras que sus ojos encuentran.
Un lugar de recuerdos, un depósito de glorias, un receptáculo de misterios donde los dioses entiendan en las cosas de los hombres, es indispensable para los pueblos ilustres: Maratón es santo para los griegos, Salamina es tan bendita como Samotracia.
Y vosotras, llanuras de Poitiers, donde la media luna quedó en pedazos; vosotras, donde la cimitarra fue abatida por la cruz; vosotras, donde un mar de sangre musulmana dejó cerrado para siempre el paso a los conquistadores del Profeta; vosotras sois sagradas, no sólo para la nación donde os extendéis amplias y hermosas, sino también para todo el mundo, cuán anchamente se dilata la fe de Jesucristo: ¿Qué monumentos, qué señales autorizadas por los legisladores de Colombia dicen al viajero: Este es el campo de Carabobo?
Dos veces cayeron allí boca abajo nuestros enemigos; dos veces les dio allí Bolívar una lección sangrienta; allí quedó sellada la libertad de tres naciones, y no hay hasta ahora una piedra que diga al viajero: Este es el campo de Carabobo.
Que no honremos nuestros lugares memorandos con columnas y pirámides donde gusta de posar la gloria, no es mucho; nuestro genio es destruir hasta los recuerdos de la sabiduría; un viandante encontró de puente  de una acequia la piedra cargada con las inscripciones de La Condamine y sus compañeros
 El magistrado, el militar, el sacerdote, el indio ignorante, la ramera soez, todos hollaban sin saberlo esa prenda inmortal que en otra parte estuviera en un museo.
Monumentos en Carabobo, en Pichincha, en Ayacucho ¿para qué? ¿No está ahí la naturaleza que no pierde la memoria de los grandes hechos? ¿No están ahí los huesos de nuestros mayores sirviendo de inscripción indeleble?
Los huesos no, pero las cenizas, esas cenizas pesadas, polvo de diamante, que no se van con ningún viento, como las de templo de Juno Lacinia.
Desgraciado del hijo de América que ponga los pies en el suelo de Carabobo, Chacabuco y Tucumán y no sepa dónde está.
 Esos campos se descubren desde lejos: las sombras de Bolívar, San Martín y Belgrano se elevan en ellos superiores a las pirámides de Egipto, y cuarenta siglos antes de llegar, el porvenir las contempla desde el obscuro seno de la nada.






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