PARTE 5
Bolívar
en fin, Simón Bolívar, el protagonista de la Ilíada semibárbara que está
esperando el ciego que la ponga en páginas olímpicas.
En
los mayores acontecimientos obró siempre de pensado el capitán; mas si el
trance lo pedía, improvisaba la victoria.
De una parte ciencia de la guerra, disciplina,
gente ensoberbecida con los laureles traídos de Europa; de otra más inspiración
que arte, obediencia a duras penas, escasez de municiones; pero amor a la
libertad, no gran apego a la vida y brazo fuerte: el corazón, capaz del cielo y
del infierno.
Gente
de sangre en el ojo que tenía en poco la vida, la honra en mucho. El recibir en
el pecho las heridas era cosa suya; ninguno murió de espaldas, sino fue en la
derrota; y es preciso confesar que los españoles nos las dieron muchas y muy
grandes.
¿Qué maravilla?
Los
vencedores de Napoleón eran hombres de entrar por fuerza de armas el Olimpo y
tomarse cuerpo a cuerpo con los dioses.
Y no se achaque al artificio, si milicia tan
provecta acabó por sucumbir y despejar la tierra: entre los oficiales españoles
pocos vinieron que se dejasen llevar al pilón; vencidos, destruidos, pero a
furor de espada.
Ni
era Bolívar de los que encomiendan a la astucia el éxito de sus cosas, siendo
por el contrario uno que no gustaba, nuevo Alejandro, de ocultar la victoria en
las entrañas de la noche.
Gran
hombre de a caballo don Simón, pues verle en su Frontino, un Rugero.
A pie y en el consejo:
Augusto in volto e in sermon sonoro, como
Godofredo de Bullón.
Es
realmente majestuoso cuando adelanta al encuentro del general español a
resolver con él en Santa Ana las cosas de la paz o de la guerra.
Escipión
no es más interesante cuando acude a su avistamiento con Masinisa, según nos le
describe Tito Livio, elevado, erguido, blanco, flotando sobre los hombros la
rubia cabellera.
Bolívar
no era blanco, mas aun de tez curtida al sol del ecuador, moreno aristocrático,
algo como la resultante del mármol y el bronce que figuraban los bustos de los
emperadores romanos; rostro bajo cuya epidermis corría ardiente el caudal de su
noble sangre.
Tampoco
era rubio como Escipión, sino de pelo negro y ensortijado, semejante al de lord
Byron, pelo rico y floreciente, que en graciosos anillos de ébano se cuelga
hacia las sienes del poeta, más que el guerrero tiene cuidado de atusar, como
quien sabe que nada de femenil conviene al heroísmo.
Los
poetas pudieron llevar hasta airón en la cabeza y ajorcas al tobillo, sin que
estos preciosos arrequives desdijeran de sus ocupaciones: Las Musas traen
corona de rosas, y Apolo, si bien flechero, no desdeña los adornos de la
hermosura.
Al
hijo de la guerra le conviene rígido continente, varonil, temible, con cierta
insolencia elevada que de ninguna manera pase a brutalidad, pues el crudo afán
de las armas es muy avenidero con los primores de la cultura.
Palas
no es cerril, es austera: su belleza marcial impone respeto, y no excluye el
amor.
Quisiera yo saber cómo se hubiera presentado
Bolívar a Napoleón: estas dos águilas se habrían arrancado mutuamente el alma
de una mirada, como el héroe del poema que con los ojos escudriña el centro de
la naturaleza.
¿Desdeñaría
Napoleón a Bolívar, si viviesen aún?
No lo creo. ¿Se inclinaría Bolívar hasta el
suelo, puesta la mano en el pecho? Imposible.
Si estos hombres se echan los brazos al
cuello, esas dos almas refundidas en una hacen rebosar el universo.
¿En
dónde está Bolívar?
Él es, allí le veo que corona la cima de ese
monte.
Una
legión de sombras viene tras él: desmazalados, tristes, hambre en el cuerpo,
abatimiento en el espíritu, dan sus pasos cual si adelantaran a la sepultura.
El
vestido se les quedó en las breñas por las cuales han roto como fieras; el
vigor se les acabó con las provisiones; la alegría, desvanecida en el desierto;
la esperanza, muerta con la escasez de espíritus vitales.
¿Quiénes
son? Los héroes de Colombia.
¿Adónde van?
A libertar un pueblo, a echar de una comarca
esclavizada las huestes de Morillo.
Y
esos espectros sin paños en los miembros, sin fuerza en el brazo, vencerán,
libertarán ese pueblo y limpiarán esa comarca de los enemigos que la infestan,
porque a la vista de ellos el pecho se les prende en el furor guerrero, y la
abundancia les vuelve redobladas las fuerzas.
Bolívar ha levantado la bandera tricolor de
los llanos a los montes, y traspuestos los Andes, rompe por la Nueva Granada.
Barreiro le sale al encuentro.
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A la llegada de Morillo quedaron guadañados
esos pueblos, habiendo caído la flor, no tanto bajo la espada del soldado
cuanto bajo la cuchilla del verdugo.
Los
españoles, con ser valientes y de buena raza, lo estragan todo con la crueldad:
las bóvedas, los templos de sus misterios, el cadalso, el altar donde cantan
esos Te Deum impíos con que lastiman los derechos de la impotencia y la
desgracia.
Morillo,
entrada Santafé, dio la tala a las familias: no hubo hombre notable por el
ingenio, el patriotismo y las virtudes que no cayese debajo de la jurisdicción
del ejecutor, ese inmundo sacerdote de la tiranía.
Las
crueldades de la guerra, las acciones desaforadas que después de la victoria
llevan adelante los enemigos poco generosos, cuando les hierve la cólera en el
seno y les arde la venganza en las entrañas, se pueden sufrir, no perdonar; y
aun perdonar, si se contempla en la condición del hombre, ente mezquino, sujeto
a mil flaquezas y desvíos.
Pero
entrar a pie llano provincias sin género de resistencia; llegar a ciudades que
por lo inermes no parecen enemigas, e imponerles la ley de sangre y fuego, no
lo hacen sino esos hombres de alma cruda que ni aspirare a la gloria, ni
exponen su existencia miserable al peligro de la guerra.
Boves
mil veces antes que Enrile
; Boves mil veces antes que este consejero
de Satanás, siniestro proveedor del patíbulo, cuyo altar no debía verse ni una
hora falto de una víctima ilustre.
Bolívar
viene a castigarlos, allí viene Bolívar.
Pero
Bolívar castiga a lo grande: el castigo impuesto por Bolívar es la victoria, y tras
ella el perdón del enemigo.
Los españoles hacían pocos prisioneros, aun
regularizada la guerra: no pudiendo
haber algunos a las manos, allí al punto los mataban.
Bolívar
nunca traspasó sus leyes tiznándose la frente con un asesinato, y si mandó matar
fue imperando la guerra a muerte y obligado por la necesidad.
Bolívar castiga a lo grande: Bolívar viene a
castigarlos, allí viene Bolívar.
Un
hombre de alto puesto, pero que no era Bolívar, quiso desfacer los agravios de
Morillo y Enrile con la ejecución de los prisioneros de Boyacá, y no consiguió
sino empañar la victoria, la cual, sin excusado rigor, hubiera sido tan limpia
como fue grande y hermosa; desbarro tanto más deplorable cuanto que no era
justo quitar la vida a los que la gozaban otorgada por el vencedor, ni presta
algo para la gloria el degüello de gente prisionera.
Andar,
era hombre y sujeto a las pasiones.
Las
represalias son ley de la guerra, empero la victoria resplandece circundada de
luz divina, cuando a lo justo de la causa se une lo humano del comportamiento.
Sucre lo entendía muy bien cuando enviaba a
España sanos y salvos los diez y seis generales prisioneros en Ayacucho.
Generosidad es prenda del valor: sin ella no
hay grandes hombres.
Cuando
lo pide la salud de la patria, ya podemos pasar por las armas ochocientos, y
hasta ocho mil españoles.
¿Hizo mal Bolívar en ordenar la ejecución de
los prisioneros de la Guaira?
No
hubiera sido el guerrero filósofo, el capitán a cuyo cargo estaban cosas tan
grandes como la libertad y la independencia, si por respetar a todo trance la
vida de unos cuantos enemigos hubiera puesto, no digamos al tablero, pero a la
ruina cierta el asunto de la patria, y en manos del verdugo, otra vez el
verdugo, siempre el verdugo, la gente granada de mil pueblos y ciudades.
¿Cuántos
prisioneros hizo pasar por las armas Bonaparte en su expedición a Egipto,
porque no podía custodiarlos, ni otorgarles la libertad sin peligro de su
ejército?
Acciones
crueles, pero inevitables, que no deslustran a los héroes.
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Las matanzas sin necesidad, los saqueos, los
ultrajes al sexo desvalido son crímenes que vienen envueltos en infamia.
Bolívar
viene a castigarlos, allí viene Bolívar.
Joven
inexperto,
¿Sabes quién es el enemigo al cual osas
afrontar en el campo de batalla?
Te
hierve la sangre en las venas, pero tu corazón presiente una desgracia; ni es
otra cosa esa melancolía fatídica que rompe por medio de la animación facticia
de tu rostro y da en qué pensar a tus camaradas.
Tu
madre Iberia sabrá que uno de sus hijos ha combatido por ella en uno de los más
célebres campos del Nuevo Mundo, pero no volverá a verte: tus laureles se te
marchitaron en las sienes, la espada se te cayó de la mano, porque encontrarse
el enemigo con Bolívar es perderse.
¿No sabes cuántas batallas ha ganado, y
cuántos generales antiguos ha vencido, y cuántas proezas se hallan ya inscritas
en los anales de la patria?
El
grande, provecto, temible es el que te busca, que te sigue; ponte en cobro,
salva tus huestes con la fuga.
Tú
sabes que salvarse con la fuga es arruinarse; la infamia es siempre una
derrota, al paso que la muerte en brazos de la honra es siempre un triunfo.
Aun
para la retirada es tarde, las vueltas están cogidas, la espada de América
relumbra sobre tu cabeza.
¿Para cuándo el denuedo de tu pecho
castellano?
En la batalla está tu ruina, pero evitarla es
imposible.
¿Quién
es el héroe que se dispara de la altura abajo y se viene
fulgurando
como el rayo ?
Anzoátegui te
acomete, Anzoátegui te acuchilla, Anzoátegui te desbarata y extermina: es Anzoátegui
el guerrero que vuela sobre un águila pisando en la cabeza a centenares de
enemigos.
Su
espada silba en el aire, su brazo se retrae, y la punta de ese acero mortífero
se abre paso por la garganta del que encuentra, y sale por la nuca un palmo.
Bolívar
manda, Anzoátegui ejecuta: él está por todas partes, sigue el pensamiento del
general y en su feroz caballo vuela fantástico, siniestro para el enemigo como
el Genio de la muerte.
¿Quién se opone al torrente de esos héroes
enloquecidos con el furor de la pelea?
¿Quién
resiste el empuje de esos hombres maravillosos que parecen vomitar fuego y
matar hasta con la mirada?
Allá se levanta una manga de polvo; el ruido
de un galope inmenso se aleja del campo de batalla; el fiero castellano está
vencido; los jinetes huyen aterrados, los infantes quedan en el suelo.
Ya Rondón había puesto en Sogamozo un proemio
sangriento a esta grande obra: Rondón el fiero, Rondón el bravo, una de las
lanzas más temibles de Colombia, salvó a su general de en medio de los
enemigos, rompiéndolos, deshaciéndolos, y echándolos a salvarse en las alturas
de Paipa.
Vencidos
una vez, lo fueron otra, y ésta no hubo acogerse al gremio de la noche, que el
sol; benigno y generoso, dio tiempo a la victoria.
La
batalla de Boyacá echó el sello a la libertad de la Nueva Granada, pues nunca
más volvieron los españoles a sentar la planta en su tierra bendita con la
sangre de los buenos hijos de la patria.
El
general español con casi todos sus oficiales y gran parte del ejército fueron
hechos prisioneros, no sin que hubieran mostrado en el combate el bien conocido
valor de tan nobles europeos.
|
Sámano el virrey, Sámano el opresor, el héroe
del cadalso, trémulo y desconcertado, se puso en salvo abandonando la capital,
adonde entró Bolívar al frente de los libertadores, en medio del júbilo
inmoderado del pueblo que erguía la cabeza fuera del yugo, alzaba las manos
fuera de las cadenas.
Así
entró Mac-Mahón a Milán después de las batallas de Solferino y Magenta, así
entró Garibaldi a Nápoles después de la casi fabulosa toma de Sicilia.
Los
conquistadores entran en medio de maldiciones secretas de pueblos acuitados,
hombres que amenazan en lo íntimo del corazón, mujeres que piden a Dios la
muerte de esos extranjeros injustos; así entró Napoleón a Berlín, a Viena así
hubiera entrado el rey Guillermo a París.
Bolívar
gozó; muchos días de satisfacción en su vida de huracán, vida de guerra continua;
pero esta entrada a Santafé después de victoria tan gloriosa fue para él uno de
sus triunfos más llenos de felicidad.
No
sabía que de entre las guirnaldas que iba cosechando por esas calles saldría
después el puñal, que si no le acertó en el pecho, le hirió en el alma, y para
toda la vida; esa herida fue una de las que le llevaron al sepulcro, pues este
hombre tan feliz murió con el alma acribillada, pero con un gran consuelo: sus
esperanzas no se habían ida en flor, y a su muerte quedó cuajado el fruto de
sus afanes.
¿Quién
habla aquí de muerte?
Ahora
no hay muerte, sino vida; vida inmensa, inextinguible; vida de inmortales.
Si
la Nueva Granada estaba libre, Venezuela luchaba todavía, y su hijo, su gran
hijo, vuela allá.
¡Libertad!
esta es la seña; ¡libertad! esta es la voz que ha de resonar desde el Orinoco
hasta el Apurímac, desde el Ávila hasta el Misti, pasando por las regiones
encumbradas del Cotopaxi y el Cayambe.
Tres ejércitos republicanos cercan a los
españoles en Venezuela: Mariño, Páez y Urdaneta son tres columnas obscuras,
semejantes a los héroes de Ossián, cuya espada brilla como un rayo de fuego.
Llega
Bolívar, y la tempestad se declara vasta y espantosa, hasta que en Carabobo da
al través con la nave en que aun bogaban pujantes los opresores del Nuevo
Mundo.
Carabobo,
campo inmortal, ¿por qué no te han declarado santo los padres de la patria?
Los pueblos que no tienen una Elida no se atreven a
echar la vista atrás, porque temen no ver nada en el mar de sombras que sus
ojos encuentran.
Un
lugar de recuerdos, un depósito de glorias, un receptáculo de misterios donde
los dioses entiendan en las cosas de los hombres, es indispensable para los
pueblos ilustres: Maratón es santo para los griegos, Salamina es tan bendita
como Samotracia.
Y
vosotras, llanuras de Poitiers, donde la media luna quedó en pedazos; vosotras,
donde la cimitarra fue abatida por la cruz; vosotras, donde un mar de sangre
musulmana dejó cerrado para siempre el paso a los conquistadores del Profeta;
vosotras sois sagradas, no sólo para la nación donde os extendéis amplias y
hermosas, sino también para todo el mundo, cuán anchamente se dilata la fe de
Jesucristo: ¿Qué monumentos, qué señales autorizadas por los legisladores de
Colombia dicen al viajero: Este es el campo de Carabobo?
Dos
veces cayeron allí boca abajo nuestros enemigos; dos veces les dio allí Bolívar
una lección sangrienta; allí quedó sellada la libertad de tres naciones, y no
hay hasta ahora una piedra que diga al viajero: Este es el campo de Carabobo.
Que
no honremos nuestros lugares memorandos con columnas y pirámides donde gusta de
posar la gloria, no es mucho; nuestro genio es destruir hasta los recuerdos de
la sabiduría; un viandante encontró de puente
de una acequia la piedra cargada con las inscripciones de La Condamine y
sus compañeros
El magistrado, el militar, el sacerdote, el
indio ignorante, la ramera soez, todos hollaban sin saberlo esa prenda inmortal
que en otra parte estuviera en un museo.
Monumentos
en Carabobo, en Pichincha, en Ayacucho ¿para qué? ¿No está ahí la naturaleza
que no pierde la memoria de los grandes hechos? ¿No están ahí los huesos de
nuestros mayores sirviendo de inscripción indeleble?
Los
huesos no, pero las cenizas, esas cenizas pesadas, polvo de diamante, que no se
van con ningún viento, como las de templo de Juno Lacinia.
Desgraciado
del hijo de América que ponga los pies en el suelo de Carabobo, Chacabuco y
Tucumán y no sepa dónde está.
Esos campos se descubren desde lejos: las
sombras de Bolívar, San Martín y Belgrano se elevan en ellos superiores a las
pirámides de Egipto, y cuarenta siglos antes de llegar, el porvenir las
contempla desde el obscuro seno de la nada.
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