Washington y Bolívar.
El renombre de Washington no finca tanto en sus proezas
militares, cuanto en el éxito mismo de la obra
que llevó adelante y consumó con tanta felicidad como buen juicio.
El
de Bolívar trae consigo el ruido de las armas, y a los resplandores que despide
esa figura radiosa vemos caer y huir y desvanecerse los espectros de la
tiranía; suenan los clarines, relinchan los caballos, todo es guerrero
estruendo en torno al héroe hispanoamericano: Washington se presenta a la
memoria y la imaginación como gran ciudadano antes que como gran guerrero, como
filósofo antes que como general.
Washington estuviera muy bien en el senado
romano al lado del viejo Papirio Cursor, y en siendo monarca antiguo, fuera
Augusto, ese varón sereno y reposado que gusta de sentarse en medio de Horacio
y Virgilio, en tanto que las naciones todas giran reverentes alrededor de su
trono.
Entre
Washington y Bolívar hay de común la identidad de fines, siendo así que el
anhelo de cada uno se cifra en la libertad de un pueblo y el establecimiento de
la democracia.
En
las dificultades sin medida que el uno tuvo que vencer, y la holgura con que el
otro vio coronarse su obra, ahí está la diferencia de esos dos varones
perilustres, ahí la superioridad del uno sobre el otro.
Bolívar,
en varias épocas de la guerra, no contó con el menor recurso, ni sabía dónde ir
a buscarlo: su amor inapeable hacia la patria; ese punto de honra subido que
obraba en su pecho; esa imaginación fecunda, esa voluntad soberana, esa
actividad prodigiosa que constituían su carácter, le inspiraban la sabiduría de
hacer factible lo imposible, le comunicaban el poder de tornar de la nada al
centro del mundo real.
Caudillo
inspirado por la Providencia, hiere la roca son su varilla de virtudes, y un
torrente de agua cristalina brota murmurando afuera; pisa con intención, y la
tierra se puebla de numerosos combatientes, esos que la patrona de los pueblos
oprimidos envía sin que sepamos de dónde.
Los
americanos del Norte eran de suyo ricos, civilizados y pudientes aun antes de
su emancipación de la madre Inglaterra: en faltando su caudillo, cien
Washingtons se hubieran presentado al instante a llenar ese vacío, y no con
desventaja.
A
Washington le rodeaban hombres tan notables como él mismo, por no decir más
beneméritos; Jefferson, Madisson, varones de alto y profundo consejo; Franklin,
genio del cielo y de la tierra, que al
tiempo que arranca el cetro a los tiranos, arranca el rayo a las nubes Eripui coelo fulmen sceptrumque tyrannis.
Y
estos y todos los demás, cuán grandes eran y cuán numerosos se contaban, eran
unos en la causa, rivales en la obediencia, poniendo cada cual su contingente
en el raudal inmenso que corrió sobre los ejércitos y las flotas enemigas, y
destruyó el poder británico.
Bolívar
tuvo que domar a sus tenientes, que combatir y vencer a sus propios
compatriotas, que luchar con mil elementos conjurados contra él y la
independencia, al paso que batallaba con las huestes españolas y las vencía o
era vencido.
La
obra de Bolívar es más ardua, y por el mismo caso más meritoria.
Washington
se presenta más respetable y majestuoso a la contemplación del mundo, Bolívar
más alto y resplandeciente: Washington fundó una república que ha venido a ser
después de poco una de las mayores naciones de la tierra; Bolívar fundó
asimismo una gran nación, pero, menos feliz que su hermano primogénito, la vio
desmoronarse, y aunque no destruida su obra, por lo menos desfigurada y
apocada.
Los
sucesores de Washington, grandes ciudadanos, filósofos y políticos, jamás
pensaron en despedazar el manto sagrado de su madre para echarse cada uno por
adorno un jirón de púrpura sobre sus cicatrices; los compañeros de Bolívar
todos acometieron a degollar a la real Colombia y tomar para sí la mayor presa
posible, locos de ambición y tiranía.
En
tiempo de los dioses Saturno devoraba a sus hijos; nosotros hemos visto y
estamos viendo a ciertos hijos devorar a su madre.
Si Páez, a cuya memoria debemos el más profundo
respeto, no tuviera su parte en este crimen, ya estaba yo aparejado para hacer
una terrible comparación tocante a esos asociados del parricidio que nos
destruyeron nuestra grande patria; y como había además que mentar a un
gusanillo y rememorar el triste fin del héroe de Ayacucho, del héroe de la
guerra y las virtudes, vuelvo a mi asunto ahogando en el pecho esta dolorosa
indignación mía, Washington, menos ambicioso, pero menos magnánimo; más
modesto, pero menos elevado que Bolívar.
Washington,
concluida su obra, acepta los casi humildes presentes de sus compatriotas;
Bolívar rehúsa los millones ofrecidos por la nación peruana: Washington rehúsa
el tercer período presidencial de los Estados Unidos, y cual un patriarca se
retira a vivir tranquilo en el regazo de la vida privada, gozando sin mezcla de
odio las consideraciones de sus semejantes, venerado por el pueblo, amado por
sus amigos: enemigos, no los tuvo, ¡hombre raro y feliz!
Bolívar acepta el mando tentador que por
tercera vez, y ésta de fuente impura, viene a molestar su espíritu, y muere
repelido, perseguido, escarnecido por una buena parte de sus contemporáneos.
El
tiempo ha borrado esta leve mancha, y no vemos sino el resplandor que circunda
al mayor de los sudamericanos. Washington y Bolívar, augustos personajes,
gloria del Nuevo Mundo, honor del género humano junto con los varones más
insignes de todos los pueblos y de todos los tiempos.
Juan Montalvo
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