NAPOLEON Y BOLIVAR.
Napoleón y Bolívar
Estos dos hombres
son, sin duda, los más notables de nuestros tiempos en lo que mira a la guerra
y la política, unos en el genio, diferentes en los fines, cuyo paralelo no
podemos hacer sino por disparidad.
Napoleón
salió del seno de la tempestad, se apoderó de ella, y revistiéndose de su
fuerza le dio tal sacudida al mundo, que hasta ahora lo tiene estremecido.
Dios
hecho hombre, fue omnipotente; pero como su encargo no era la redención sino la
servidumbre, Napoleón fue el dios de los abismos que corrió la tierra
deslumbrando con sus siniestros resplandores.
Satanás,
echado al mar por el Todopoderoso, nadó cuarenta días en medio de las tinieblas
en que gemía el universo, y al cabo de ellos ganó el monte Cabet, y en voz
terrible se puso a desafiar a los
ángeles.
Esta
es la figura de Napoleón: va rompiendo por las olas del mundo, y al fin sale, y
en una alta cumbre desafía a las potestades del cielo y de la tierra.
Emperador,
rey de reyes, dueño de pueblos, ¿qué es, quién es ese ser maravilloso? Si el
género humano hubiera mostrado menos cuanto puede acercarse a los entes
superiores, por la inteligencia con Platón, por el conocimiento de lo
desconocido con Newton, por la inocencia con San Bruno, por la caridad con San
Carlos Borromeo, podríamos decir que nacen de tiempo en tiempo hombres
imperfectos por exceso, que por sus facultades atropellan el círculo donde
giran sus semejantes.
En
Napoleón hay algo más que en los otros, algo más que en todos: un sentido, una
rueda en la máquina del entendimiento, una fibra en el corazón, un espacio en
el seno, ¿qué de más hay en esta naturaleza rara y admirable? «Mortal, demonio
o ángel», se le mira con uno como terror supersticioso, terror dulcificado por
una admiración gratísima, tomada el alma de ese afectó inexplicable que causa
lo extraordinario.
Comparece
en medio de un trastorno cual nunca se ha visto otro; le echa mano a la
revolución, la ahoga a sus pies; se tira sobre el carro de la guerra, y vuela
por el mundo, desde los Apeninos hasta las columnas de Hércules, desde las
pirámides de Egipto hasta los hielos de Moscovia.
Los reyes dan diente con diente, pálidos,
medio muertos; los tronos crujen y se desbaratan; las naciones alzan el rostro,
miran espantadas al gigante y doblan la rodilla.
¿Quiénes?
¿De
dónde viene?
Artista
prodigioso, ha refundido cien coronas en una sola, y se echa a las sienes esta
descomunal presea; y no muestra flaquear su cuello, y pisa firme, y alarga el
paso, y poniendo el un pie en un reino, el otro en otro reino, pasa sobre el
mundo, dejándolos marcados con su planta como a otros tantos esclavos.
¿Qué parangón entre el esclavizador y el
libertador?
El
fuego de la inteligencia ardía en la cabeza de uno y otro, activo, puro, vasto,
atizándolo a la continua esa vestal invisible que la Providencia destina a ese
hogar sagrado: el corazón era en uno y otro de temple antiguo, bueno para el
pecho de Pompeyo: en el brazo de cada cual de ellos no hubiera tenido que
extrañar la espada del rey de Argos, ese que relampaguea como un Genio sobre
las murallas de Erix: uno y otro formado de una masa especial, más sutil,
jugosa, preciosa que la del globo de los mortales:
¿En qué se diferencian?
En
que el uno se dedicó a destruir naciones, el otro a formarlas; el uno a
cautivar pueblos, el otro a libertarlos: son los dos polos de la esfera
política y moral, conjuntos en el heroísmo.
Napoleón es cometa que infesta la bóveda
celeste y pasa aterrando al universo: vese humear todavía el horizonte por
donde se hundió la divinidad tenebrosa que iba envuelta en su encendida
cabellera.
Bolívar
es astro bienhechor que destruye con su fuego a los tiranos, e infunde vida a
los pueblos, muertos en la servidumbre: el yugo es tumba; los esclavos son
difuntos puestos al remo del trabajo, sin más sensación que la del miedo, ni
más facultad que la obediencia.
Napoleón
surge del hervidero espantoso que se estaba tragando a los monarcas, los
grandes, las clases opresoras; acaba con los efectos y las causas, lo allana
todo para sí, y se declara él mismo opresor de opresores y oprimidos.
Bolívar,
otro que tal, nace del seno de una revolución cuyo objeto era dar al través con
los tiranos y proclamar los derechos del hombre en un vasto continente; vencen
entrambos: el uno continúa el régimen antiguo, el otro vuelve realidades sus
grandes y justas intenciones.
Estos
hombres tan semejantes en la organización y el temperamento, difieren en los fines,
siendo una misma la ocupación de toda su vida: la guerra.
En la muerte vienen también a parecerse:
Napoleón encadenado en medio de los mares; Bolívar a orillas del mar, proscrito
y solitario.
¿Qué conexiones misteriosas reinan entre este
elemento sublime y los varones grandes?
Parece que en sus vastas entrañas buscan el
sepulcro, a él se acercan, en sus orillas mueren: la tumba de Aquiles se
hallaba en la isla de Ponto.
Sea de esto lo que fuere, la obra de Napoleón
está destruida; la de Bolívar prospera.
Si el que hace cosas grandes y buenas es
superior al que hace cosas grandes y malas, Bolívar es superior a Napoleón; si
el que corona empresas grandes y perpetuas es superior al que corona empresas
grandes, pero efímeras, Bolívar es superior a Napoleón.
Mas como no sean las virtudes y sus fines los
que causan maravilla primero que el crimen y sus obras, no seré yo el incauto
que venga a llamar ahora hombre más grande al americano que al europeo: una
inmensa carcajada me abrumaría, la carcajada de Rabelais que se ríe por boca de
Gargantúa, la risa del desdén y la fisga.
Sea
porque el nombre de Bonaparte lleva consigo cierto misterio que cautiva la
imaginación; sea porque el escenario en que representaba ese trágico portentoso
era más vasto y esplendente, y su concurso aplaudía con más estrépito; sea, en
fin, porque prevaleciese por la inteligencia y las pasiones girasen más a lo
grande en ese vasto pecho, la verdad es que Napoleón se muestra a los ojos del
mundo con estatura superior y más airoso continente que Bolívar.
Los
siglos pueden reducir a un nivel a estos dos hijos de la tierra, que en una
como demencia acometieron a poner monte sobre monte para escalar el Olimpo.
El
uno, el más audaz, fue herido por los dioses, y rodó al abismo de los mares; el
otro, el más feliz, coronó su obra, y habiéndolas vencido se alió con ellos y
fundó la libertad del Nuevo Mundo.
En
diez siglos Bolívar crecerá lo necesario para ponerse hombro a hombro con el
espectro que arrancando de la tierra hiere con la cabeza la bóveda celeste.
¿Cómo
sucede que Napoleón sea conocido por cuantos son los pueblos, y su nombre
resuene lo mismo en las naciones civilizadas de Europa y América, que en los
desiertos del Asia, cuando la fama de Bolívar apenas está llegando sobre ala débil
a las márgenes del viejo mundo?
Indignación
y pesadumbre causa ver cómo en las naciones más ilustradas y que se precian de
saberlo todo, el libertador de la América del Sur no es conocido sino por los
hombres que nada ignoran, donde la mayor parte de los europeos oye con
extrañeza pronunciar el nombre de Bolívar.
Esta
injusticia, esta desgracia provienen de que con el poder de España cayó su
lengua en Europa, y nadie la lee ni cautiva sino son los sabios y los literatos
políglotas.
La lengua de Castilla, esa en que Carlos
Quinto daba sus órdenes al mundo; la lengua de Castilla, esa que traducían
Corneille y Moliere; la lengua de Castilla, esa en que Cervantes ha escrito
para todos los pueblos de la tierra, es en el día asunto de pura curiosidad
para los anticuarios: se descifra, bien como una medalla romana encontrada
entre los escombros de una ciudad en ruina.
¿Cuándo
volverá el reinado de la reina de las lenguas?
Cuando
España vuelva a ser la señora del mundo; cuando de otra obscura Alcalá de Henares
salga otro Miguel de Cervantes: cosas difíciles, por no decir del todo
inverosímiles.
Lamartine,
que no sabía el español ni el portugués, no vacila en dar la preferencia al
habla de Camoens, llevado más del prestigio del poeta lusitano que de la ley de
la justicia.
La
lengua en que debemos hablar con Dios, ¿a cuál sería inferior? Pero no
entienden el castellano en Europa, cuando no hay galopín que no lea el francés,
ni buhonero que no profese la lengua de los pájaros.
Las
lenguas de los pueblos suben o bajan con sus armas: si el imperio alemán se
consolida y extiende sus raíces allende los mares, la francesa quedará velada y
llorará como la estatua de Niobe.
No
es maravilla que el renombre de un héroe sudamericano halle tanta resistencia
para romper por medio del ruido europeo.
Otra
razón para esta obscuridad, y no menor, es que nuestros pueblos en la infancia
no han dado todavía de sí los grandes ingenios, los consumados escritores que
con su pluma de águila cortada en largo tajo rasguean las proezas de los héroes
y ensalzan sus virtudes, elevándolos con su soplo divino hasta las regiones
inmortales.
Napoleón no sería tan grande, si Chateaubriand
no hubiera tomado sobre sí el alzarle hasta el Olimpo con sus injurias
altamente poéticas y resonantes; si de Staël no hubiera hecho gemir al mundo
con sus quejas, llorando la servidumbre de su patria y su propio destierro; si
Manzoni no le hubiera erigido un trono con su oda maravillosa; si Byron no le
hubiera hecho andar tras Julio César como gigante ciego que va tambaleando tras
un dios; si Víctor Hugo no le hubiera ungido con el aceite encantado que este
mágico celestial extrae por ensalmo del
haya y del roble, del mirto y del laurel al propio tiempo; si Lamartine no
hubiera convertido en rugido de león y en gritos de águila su tierno arrullo de
paloma, cuando hablaba de su terrible compatriota; si tantos historiadores,
oradores y poetas no hubieran hecho suyo el volver Júpiter tonante a su gran
tirano, ese Satanás divino que los obliga a la temerosa adoración con que le
honran y engrandecen.
No
se descuidan, desde luego, los hispanoamericanos de las cosas de su patria, ni
sus varones ínclitos han caído en el olvido por falta de memoria.
Restrepo
y Larrazábal han tomado a pechos el transmitir a la posteridad las obras de
Bolívar y más próceres de la emancipación; y un escritor eminente, benemérito
de la lengua hispana, Baralt, imprime las hazañas de esos héroes en cláusulas rotas
a la grandiosa manera de Cornelio Tácito, donde la numerosidad y armonía del lenguaje
dan fuerza a la expresión de sus nobles pensamientos y los acendrados
sentimientos de su ánimo.
Restrepo
y Larrazábal, autores de nota en los cuales sobresalen el mérito de la
diligencia y el amor con que han recogido los recuerdos que deben ser para
nosotros un caudal sagrado; Baralt, pintor egregio, maestro de la lengua, ha
sido más conciso, y tan solo a brochazos a bulto nos ha hecho su gran cuadro.
Yo
quisiera uno que en lugar de decirnos: «El 1. º de junio se aproximó Bolívar a
Carúpano», le tomase en lo alto del espacio, in pride of place, como hubiera
dicho Childe Hardold, y nos le mostrase allí contoneándose en su vuelo sublime.
Pero
la musa de Chateaubriand anda dando su vuelta por el mundo de los dioses, y no
hay todavía indicios de que venga a glorificar nuestra pobre morada.
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