miércoles, 8 de febrero de 2012

SOBRE IGNACIO DE VEINTIMILLA.


                         
SOBRE IGNACIO DE VEINTIMILLA.


Soberbio. Si un animal pudiera rebelarse contra el Altísimo, él se rebelara, y fuera a servir de rufián a Lucifer. “Yo y Pío IX”, “yo y Napoleón”, éste es su modo de hablar. (Catilinarias, p. 24)
Avaricia: Dicen que ésta es pasión de los viejos, pasión ciega, arrugada, achacosa: excrecencia de la edad, sedimento de la vida, sarro ignorable que cría en las paredes de esa vasija rota y sucia que se llama vejez. Y este sarro pasa al alma, se aferra sobre ella y le sirve de lepra. Ignacio Veintemilla no es viejo todavía; pero ni amor ni ambición en sus cincuenta y siete años de cochino: todo en él es codicia; codicia tan propasada, tan madura, que es avaricia, y él, su augusta persona, el vaso cubierto por el sarro de las almas puercas. (Catilinarias, p. 25)
Lujuria: El sueño, suyo es; no hay sol ni luz para este desdichado: aurora, mañana, mediodía, todo se lo duerme. Si se despierta y levanta a las dos de la tarde, es para dar rienda floja a los otros abusos de la vida, para lo único que necesita claridad, pues su timbre es ofender con ellos a los que lo rodean. Da bailes con mujeres públicas, y se le ha visto al infame introducir rameras a su alcoba, rompiendo por la concurrencia de la sala. (Catilinarias, p. 26)
Ira: La serpiente no se hincha y enciende como ese basilisco. Un día un oficial se había tardado cinco minutos más de lo que debiera: presentóse el joven, ceñida la espalda, a darle cuenta de su comisión: verle, saltar sobre él, hartarle de bofetones, fue todo uno. La ira, en forma de llama infernal, volaba de sus ojos; en forma de veneno fluía de sus labios. Y se titulaba jefe supremo el miserable: jefe supremo que se va a las manos, y da de coces a un subalterno que no puede defenderse! Viéndole están allí, en Quito: eso no es gente; es arsénico amasado por las furias a imagen de Calígula. (Catilinarias, pp. 26-27)
Gula: Ignacio Veintemilla da soga al que paladea un bocadito delicado, tiene por flojos a los que gustan de la leche, se ríe su risa de caballo cuando ve a uno saborear un albérchigo de entrañas encendidas: carne el primer plato, carne el segundo, carne el tercero; diez, veinte, treinta carnes. ¿Se llenó? ¿Se hartó? Vomita en el puesto, desocupa la andarga, y sigue comiendo para beber, y sigue bebiendo para comer. (Catilinarias, p. 28)
Envidia: Ignacio Veintemilla, más rey y más inteligente que ese monarca, no la abraza. Censura a Bolívar, moteja a Rocafuerte, le da una cantaleta a Olmedo. La ignorancia, la ignorancia suprema, es bestia apocalíptica: el zafio estampa su nombre, sin tener conocimiento ni de los caracteres; no sabe más, y hace sanquintines en los hombres de entender y de saber. Que se haya burlado de mí, cogiéndome puntos en El regenerador, riéndose de mis disparates, estaría hasta puesto en razón; pero, afirma que si él hubiera estado en Junín la cosa hubiera sido de otro modo; que Sucre triunfó en Ayacucho por casualidad, no porque hubiese dado la batalla conforme a las reglas del arte; que Napoleón I perdió la corona por falta de diplomacia, y otras de éstas. (Catilinarias, p. 29)
Pereza: Ignacio Veintemilla cultiva la pereza con actividad y sabiduría; es jardinero que cosecha las manzanas de ceniza de las riberas del Asfáltico. Ese hombre imperfecto, ese monte de carne echado en la cama, derramándosele el cogote a uno y otro lado por fuera del colchón, es el mar Muerto que parece estar durmiendo eternamente, sin advertencia a la maldición del Señor que pesa sobre él. Su sangre medio cuajada, negruzca, lenta, es el betún cuyos vapores quitan la vida a las aves que pasan sobre el lago del Desierto. Los ojos chiquitos, los carrillos enormes, la boca siempre húmeda con esa baba que le está corriendo por las esquinas: respiración fortísima, anhélito que semeja el resuello de un animal montés; piernas gruesas, canillas lanudas, adornadas de trecho en trecho con lacras o costurones inmundos; barriga descomunal, que se levanta en curva delincuente, a modo de preñez adúltera; manazas de gañán, cerradas aún en sueños, como quienes estuvieran apretando el hurto consumado con amor y felicidad; la uña, cuadrada en su base, ancha como la de Monipodio, pero crecida en punta simbólica, a modo de empresa sobre la cual pudiera campear este mote sublime: Rompe y rasga, coge y guarda. Este es Ignacio Veintemilla, padre e hijo de la pereza, por obra de un misterio cuyo esclarecimiento quedará hecho cuando la ecuación entre los siete pecados capitales y las siete virtudes que los contrarían quede resuelta. (Catilinarias, pp. 32-33)
En  Panamá conoce y contrae amistad con Eloy Alfaro.

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