Señores: Aquí, en esta casa, lejos de aquellas altas montañas volcánicas donde fueron forjados sus huesos –aquellos de su cuerpo y aquellos de su alma- terminó su vida, pobre, solo y proscrito alrededor de los cincuenta y seis años, Juan Montalvo. La tierra francesa, suave, blanda húmeda, envolvió su cuerpo y su espíritu como con un sudario y se revistió en la majestuosa lengua española, la lengua de don Quijote. Saboreó el exilio, la soledad y la pobreza y con éstos engendró, en el dolor, obras inmortales.
Su muerte encontró aquí una patria y aquella de la inmortalidad en todos los espíritus de lengua española, en la humanidad civilizada. El Ecuador de hoy, ‘libre, instruido y digno’ que recogió sus restos, rinde este homenaje inmortal a aquel que fue tachado de loco y antipatriota.
Loco, como fue llamado Jesús por los suyos, por su familia; Jesús, que según el cuarto evangelio, fue crucificado como antipatriota. Loco, al igual que don Quijote, al que se le acusó de las desgracias de su patria. Y como ellos murió Montalvo, cristiano quijotesco, pobre, solitario y proscrito.
¡Pobreza, soledad, proscripción!... No debo hablar de esto. El tiempo apremia y la ocasión, el lugar y el estado de mi espíritu arriesgarían ahogar mi voz en sollozos.
¡Adiós, pues…! A Dios que guarda eternamente en la historia –la cual es su pensamiento- a los profetas y apóstoles de la cristiandad, y a los tiranos –artesanos de bestialidad- y, que realza de la sombra de éstos, la luz de aquellos!
Adiós a Montalvo que vive inmortal en nuestra lengua.
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